María Kodama: la biblioteca mirífica de Borges
Kodama se convirtió en discípula de Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina y su relación personal empezó en un viaje a Islandia
27 marzo, 2023 22:25Borges codiciaba libros como si pudiera ver. Y ella, María Kodama, convirtió su biblioteca, donada a la fundación que lleva el nombre del autor, en papeles funerarios, objetos salomónicos, material mirífico como el enterrado junto a los faraones en las pirámides egipcias. El Borges ciego codiciaba nuevas enciclopedias dispuesto a convertir la literatura en cartografía; con la memoria, removía su infancia en la Biblioteca Nacional de Argentina, de la mano de su padre, escogiendo entradas alfabéticas al azar, porque, se decía, “si el universo es un libro, el Paraíso estará dentro”. Ya de mayor, su segunda esposa, María kodama le leía los tomos densos de la Grazanti, la Brockhaus o la Espasa. Y fue allí donde encontró a los caudillos patrios que tanto le importaban a Borges, como Juan Manuel de Rosas, que vertebró el país en el siglo XIX. Kodama lo recoge en un libro, publicado hace pocas semanas y convertido en póstumo, en el que desvela las conversaciones de ambos sobre el tema; ella acabó simpatizando con la figura de Rojas, frente a la consideración del escritor tantos años ausente: “Rojas fue un tirano, la sombra de una montaña lejana”.
El piso de Borges en Buenos Aires, pequeño y espartano, estaba situado junto a la plaza San Martín, el espacio que hace honor al general que derrotó a las tropas realistas españolas con la ayuda de Simón Bolívar, el Libertador. En la conocida y muy publicada visita de Mario Vargas Llosa al apartamento –donde el peruano extrañó estancias más lujosas y con más libros-- el maestro desvió la mirada hacia las estanterías bajas del salón, un conjunto de Henry James, Kipling, Chesterton o Stevenson, La piedra lunar de Wilkie Collins, parte de la obra de Eça de Queiroz, el Enterrado vivo de Arnolf Bennet, el Der Untertang des Abendlande de Spengler, Ulises y Finnegans Wake de Joyce o La vida en el Mississippi de Mark Twain. “Todos con la etiqueta de donde los había adquirido, librerías de mucho fuste desparecidas, como la Rodriguez o la Pigmalion”, y pensando siempre en que “por nuestros libros nos conocerán”, escribe Alberto Manguel en La biblioteca de noche.
Manguel es una caricia en el recuerdo del gran Borges, del mismo modo que María Kodama ha sido los ojos del maestro. Kodama falleció el pasado domingo, muchos años después de que desaparecieran los ejemplares de Proust, Racine, Goethe o Milton situados en su día en los anaqueles del dormitorio de ambos, sede poética y anglosajona que permitía estudiar “las palabras de Notumbria y de Mercia/ antes de ser Haslam o Borges” (El hacedor).
El fallecimiento de Kodama, profesora de literatura y traductora, fue anunciado ayer por su abogado Fernando Soto: “Ahora entrarás al gran mar con tu querido Borges. Que en paz descanses, María”. Ella se casó con Borges en abril de 1986, dos meses antes de la muerte del escritor, y desde entonces fue la encargada de su obra, su albacea. Lo conoció mucho antes, en los primeros setentas. Pero además, ella ha escrito que lo intuyó ya en su infancia, cuando su profesora particular le hizo memorizar el único fragmento de Borges vertido originalmente en inglés:...”estoy tratando de sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota”.
Kodama nunca se decidió a publicar su propia ficción; hace tres años, presentó un volumen de cuentos y en 2021 un libro de memorias. Su defensa de la obra de Borges ha sido tachada con razón de un auténtico cerrojo a la italiana. Prohibió la salida a la luz de 120 cintas de una conversación con el mago, obra de Jean Pierre Bernès, editor de Gallimard y frenó la salida de un texto de Elena Poniatowska resumen de un recopilatorio del escritor argentino, en México; lo más duro fue su crítica sin matices contra el libro póstumo, Borges, publicado por el mejor amigo del autor, Adolfo Bioy Casares.
Kodama se convirtió en discípula de Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina y su relación personal empezó en un viaje a Islandia, marcado por “aquel beso con que me besabas en Islandia” (Gunnar Thorgilsson, poema contenido en Historias de la noche: “La memoria del tiempo/ está llena de espadas y de naves/ y de polvo de imperios/y de rumor de hexámetros/y de altos caballos de guerra...”). La épica medieval nórdica nunca les abandonó. Parecían predestinados si nos atenemos al dato de que ella leyó ya de niña Las ruinas circulares de su marido, 38 años mayor.
Poca sábana y mucha letra
En el libro biográfico de Cristina Carrillo de Albornoz, Jorge Luis Borges & María Kodama, queda claro que Borges, en el país de los glaciares, puso auténtico punto final a su primer matrimonio infeliz, con Elsa Astete Millán. En los poemarios borgianos aletean simbólicamente mujeres extraordinarias, como Delia Ingenieros, Luisa Mercedes Levinson o Betina Edelberg, que nunca son amantes, como no lo fue su amiga Victoria Ocampos, compañera de armas en la revista Sur. Se presupone la ausencia de sexo hasta llegar a Kodama, acaso el único amor correspondido
Hijos de Helio más que de Dioniso, Borges y su definitiva compañera fisgaron en los textos privilegiados de Séneca hasta dar con el principio de la euthymia, el bienestar de ánimo de los griegos; si les dejáramos elegir entre sus recuerdos gráficos y sus letras memoralisticas dirían lo primero: rescatarían las fotos de Xul Solar, amigo e ilustrador del escritor, autor de las instantáneas de Japón, ambos en quimono, paseando por la orilla del Sena, en el laberinto de Creta o junto a las pirámides egipcias. En espacios abiertos, ambos se movieron con el anhelo del que piensa sobre todo en paladear el recuerdo nada más llegar a casa. En cambio, las bibliotecas al ser para ellos atemporales lo fueron todo sin reservas. Su comprensión, el orden del saber dependió de su licencia profética: el viaje entre estantes en busca de la lógica supersticiosa que conduce al destino prometido. Poca sábana y mucha letra. Si Borges hubiese sobrevivido al actual algoritmo digital sería no únicamente por su saber sino por su santería.
Borges y Kodama ofrendaron ante la intimidad del lector, el espacio personal ajeno a los infiernos de Satán; dominaron el bienestar de la Biblioteca de Alejandría, que consistía en aprenderse de memoria los textos para estudiarlos con calma a continuación. Kodama tomó de la antigüedad la ingesta de miel y pasas para fortalecer la memoria, evitando el cilandro y otras especies. Ella defendía a machamartillo las obsesiones del escritor; “estaba a cargo de un tesoro”, escribe Juan Cruz. Nunca llegó a desprenderse de sus ropas en las noches de libro, pero sí supo olvidar vergüenzas y enfermedades, cuando se encontraba en la estancia autobiográfica de la lectura. Borges amó el tiempo coránico en el que la memoria era en sí misma la biblioteca, la herencia ágrafa del profeta para todo lo que no llegara directamente de la revelación. Él se sintió semítico, de los Tres Libros, por contraposición a ella, mujer de una blancura lejana, con ojos en Oriente. Jugaron con los libros y todos sus géneros; fueron juntos un recuerdo ordenado, el baluarte donde se cruzan memoria e inteligencia, mucho más que su resultado: la letra impresa.
Kodama es el sendero por el que se entra en el misterio de las mujeres de Borges, empezando por la mucama del escritor, Epifania Úveda, Fanny, la empleada doméstica que evitó a la propia María con un desapego digno de la mejor venganza: “Fea no es, linda tampoco; ella nunca vivió en la casa, entraba si yo le abría la puerta". Parece imposible hablar así de una mujer que frecuentaba al maestro desde 1953. Como es bien sabido, la madre del escritor fue su mujer-guía; Leonor Acevedo, escenógrafa de los cuentos de su hijo, y la que confesó las obsesiones del niño prodigio: las espadas de sus antepasados, la etimología, la filosofía o el tigre, trasunto inesperado del poema de William Blake.
Las huellas resumen la ambigüedad del escritor. Kodama, el último estigma, también ha desaparecido: “María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas. Estas páginas querrían ser monumentos de esa larga aventura que prosigue”, dice un fragmento de la presentación de Atlas, publicado en 1984, rescatado por Xosé Carlos Caneiro.