La era (totalitaria) de la ‘postliteratura’
Alain Finkielkraut describe en un ensayo cómo la corrección política, mediante la sustitución del individuo en favor de la tribu, configura un marco que amenaza la creación y el librepensamiento
17 febrero, 2023 23:30Los optimistas proclaman con satisfacción que vivimos una nueva revolución cultural. El término, a la luz de la historia reciente, resulta inquietante. Así que, de partida, enunciaremos nuestra encrucijada de forma simple. O eres un individuo libre o perteneces a algunas de las actuales tribus que, en mayor o menor medida, aspiran a administrar tu libertad. O piensas por ti mismo o militas (en beneficio de otros). O lees y escribes o te conviertes en un activista similar a los clérigos medievales. O creas arte o haces política. Pensamiento versus devoción. O eres devoto de la Santa Inquisición o defiendes el derecho a la heterodoxia.
“Which Side Are You On?”, cantaba Pete Seeger en una canción compuesta en 1931 por Florence Reece, esposa del líder del sindicato minero de Harlan County (Kentucky). Estamos inmersos en una guerra y, entre los bandos existe una grieta que en los últimos diez años se ha convertido en un precipicio. Como todas las cosas cuya formulación se reduce a las proclamas, en realidad hablamos de una cuestión compleja. ¿Cómo es posible que los ismos de la corrección política –esa galaxia donde orbitan los feminismos posmodernos, las últimas teologías queer, la intelligentsia trans, los nacionalismos populistas o los telepredicadores woke– hayan suplantado el papel que durante el siglo XX tuvo el comunismo y, mucho antes, la Iglesia?
Para explicarlo el filósofo francés Alain Finkielkraut ha escrito un ensayo –La postliteratura (Alianza)– que es, a su vez, una obra de combate. Un escudo. Una forma de autodefensa. Su manera, impertinente y apasionada, de negarse a dejar de pensar, de escribir y de hablar, actividades de altísimo riesgo y con serios costes personales y sociales. Finkielkraut sabe de lo que habla: en 2019 fue increpado en una calle de París por un grupo de chalecos amarillos –los últimos sans-culottes– por sus manifestaciones en defensa de la cultura europea y la identidad francesa. Una horda de indignados, militantes de la causa Palestina, le llamaron “asqueroso sionista de mierda” y le invitaron a exiliarse a Tel Aviv. La estampa recuerda a los aquelarres antisemitas –el académico es de origen judío; su padre, polaco, fue deportado por los nazis al matadero de Auschwitz– pero evidenciaban un fenómeno actual. Presente.
Los nuevos totalitarismos, al contrario de los que arrasaron Europa en los años treinta, ya no son obra de un Estado supremacista. Germinan entre los colectivos que se denominan a sí mismos el pueblo. No admiten críticas, no debaten: imponen condenas populares y levantan la guillotina en cualquier esquina y en las redes sociales. Contra estos totalitarismos ha escrito Finkielkraut este libro, que es un buen ejemplo de cómo la literatura de ideas es capaz de quebrar los espejos donde la nueva sociedad feudal, hecha gracias a una mera adición de tribus, identidades y gremios, se mira a sí misma con una patológica delectación.
El pensador francés, autor de obras luminosas sobre la deriva cultural de nuestra época, pone su talento al servicio de un desafío: retar a la ominosa industria del escándalo social. Se resiste a ser llevado a la hoguera virtual donde en estos tiempos de pureza deben arder los autores de las herejías contemporáneas por el diktat de los Marats posmodernos. Y lo hace a través de un libro poderoso y breve que fotografía instantes del presente y lanza sus ideas a un cuaderno de anotaciones cuya tesis es que esta búsqueda de la santidad colectiva –el delirio cultural vigente– no crea ningún paraíso Aniquila la verdadera creación y la libertad.
Finkielkraut, clásico intelectual francés, polemista nato y excelente hacedor de conceptos, cuya efigie aparece en la cubierta de sus libros con el mismo gesto del pensador de Rodin, desmiente con su actitud el arquetipo del mandarín que en los años sesenta representaran Marcuse o Jean Paul Sartre. Tampoco es –aunque sus adversarios insistan– un De Maistre, padre del pensamiento reaccionario. Sencillamente es un hombre de piensa, no tiene miedo a caminar en sentido contrario a la horda y todavía cree en la jerarquía cultural, la belleza y el buen gusto. Ha decidido no callarse. Encarna pues el perfil de lo que el neofeminismo consideraría un perfecto señoro. Dícese del dinosaurio que, ante la beligerancia de las masas emancipadas –ese concepto acuñado por Gonzalo Torné en su breviario La cancelación y sus enemigos (Anagrama)– se escandaliza cuando sus ideas provocan la reprobación pública, haciéndose la víctima de una inquisición inexistente.
La fábula es entrañable pero no responde a la realidad. Finkielkraut procede de eso que él mismo, al amparo de Diderot, llama la izquierditud. La ideología (presuntamente) progresista que profesa la certeza, tiene la convicción y siente el imperativo de salvar al mundo, socorrer a los castigados por la Historia, ayudar a los despreciados por Occidente y, al cabo, ser el muerto en el entierro, el novio en la boda y actor principal en el teatro universal de la infamia. Los cofrades de la infalibilidad moral. Las bases del Partido de los Débiles. Los delimitadores de las primaveras. Los penúltimos tontos solemnes. La novísima inquisición.
Finkielkraut vivió las barricadas el Mayo (maoísta) del 68, sujeto social de las primeras películas militantes de Jean Luc Godard. Hace tiempo que llegó a la misma conclusión que Antonio Escohotado tras escribir Los enemigos del comercio: ser de izquierdas no significa lo que antaño. Los neoprogresismos, aunque recurran a referencias de la tradición política previa, son otra cosa. En su caso, ya no son “evidentes”. ¿Acaso todas las dictaduras de la historia, las iglesias y las sectas no seducen a sus fieles con la promesa de que los últimos serán –algún día que jamás llega– los primeros? ¿No defienden que los débiles son los preferidos por Dios? Si lo dudan, repasen las bienaventuranzas bíblicas. Saldrán de dudas.
El filósofo francés bebe de la herencia de la Ilustración, pero recuerda que la Revolución francesa tuvo como desenlace el absolutismo napoleónico y la coronación de un César moderbo bajo el crucero de Notre-Dame, la catedral consumida por las llamas, metáfora de una Europa que se está diluyendo en la pesadilla cultural de la falsa bondad universal. “Rompí con aquello, pero no me puse del lado de los versalleses. Me resisto a pensar que la excelencia, el laicismo y la alta cultura sean los enemigos a los que hay que combatir”.
La corrección política inventa a su adversario: la perversa cultura occidental en la que las mujeres son más libres que nunca en toda la historia de la civilización. Un enemigo ante el que se alzan combatientes e higienistas morales, herederos de los rebeldes que en 1968 vaciaron una papelera en la cabeza del filósofo Paul Ricoeur porque, como profesor, “oprimía” la sentimentalidad natural de sus alumnos. La degradación de la educación, la muerte del mérito, la abolición del esfuerzo individual no son, como escribió Antonio Machado, cosa “de ayer o de mañana, sino de siempre, de la cepa hispana” (léase humana).
La institucionalización de este paradigma es la luz que alumbra la era de la postliteratura. La forja de un mundo en el que a los alumnos se les da la palabra antes de enseñarles a hablar. Donde son la indignación y el interés, en vez de la generosidad y la prudencia, los alimentos de la política. Un movimiento pretende dirigir la historia hacia una dirección concreta y olvida que el relato de cualquier civilización es la suma de hechos que pudieron no haber sucedido nunca. Para medrar hoy debe militarse en el ejército de la compasión. La distinción entre la esfera íntima y la vida pública ha desaparecido en favor de la pornodivulgación. Lo escribió Finkielkraut en La derrota del pensamiento: los contendientes de esta disputa son fanáticos y zombies. “Si no te sientes espiado en este mundo” –advierte el pensador francés– “es que estás enfermo”. Todos nosotros llevamos a la Stasi, la policía política de la antigua Alemania del Este, en el móvil.
Sobre este paisaje, tan idílico por fuera como devastado por dentro, reina el mandamiento único del imperativo compasional, que es la religión que difunden los artistas que anhelan la comunión con las masas, los premios institucionales y el calor del mercado; los autores de los libros “imprescindibles” para entender la nueva masculinidad o los profesores que piensan que la sociedad debe ser un auditorio tan cautivo como sus alumnos. La conversión de la vida espiritual en activismo está acelerando la aniquilación de la democracia, aunque se recurra a remedos asamblearios para sustentar la moral de la tropa y evangelizar a las escuadras.
La democracia, igual que la cultura, es un método. Su herramienta es la deliberación, el único medio para crear asociaciones virtuosas entre quienes son distintos. Sacralizar la dictadura de la mayoría –ese “abuso de la estadística”, como decía Borges– conduce a lo que Salman Rushdie califica como la “nueva intolerancia”. Una jaula sin barrotes en la que el arte queda sometido al dogma, los creadores deben convertirse en clérigos de tendencias y la literatura o es didáctica o es censurada.
Tal nihilismo compasivo, al decretar que todo es cultura, desdibuja los límites entre lo que realmente lo es y lo que lo parece. El desahogo sentimental sustituye a la sensibilidad. Toda creación debe difundir una buena causa y abstenerse de explorar la realidad. La polifonía es peligrosa. Las mujeres hablan siempre con una única voz –lo que equivale a dejarlas mudas–, la memoria es un inventario de afrentas que no contempla el perdón, sino el castigo entre generaciones, y el individuo consciente debe desaparecer dentro de las tribus identitarias. Sus tablas de la ley sólo dicen una cosa: Name and Shame. El Big Brother de Orwell suministra la ración cotidiana de odio colegiado. La pureza de tan digna causa así lo demanda.
Finkielkraut desbroza en doscientas páginas este universo que, como el agua de una pecera, nos rodea sin que seamos conscientes de su irrealidad. Se refugia en los libros de Philip Roth y Milan Kundera para ilustrar sus reflexiones. Advierte de que la literatura está en trance de extinción porque los teólogos del presente ya no contemplan el matiz y prescinden de la naturaleza humana para canonizar al arquetipo. Nos dice que estamos en este punto –señala el ensayista– en el que se defiende la expurgación de los autores clásicos y se cancelan todas las obras que puedan mostrar ambigüedad moral. “Ya no se lee, se abronca”.
Los ismos de la corrección han configurado una dimensión paralela. Un marco que, como sucede en los relatos fantásticos, saltó desde la imaginación (idealista) a la realidad de lo concreto, exterminando las molestas evidencias. De esta manera relevan en sus funciones al realismo socialista, que hacía de las víctimas héroes sin permitirles abandonar su condición ni atenuar su dolor. Qui prodest? Para Finkielkraut no cabe duda: a los cosmopolitas de salón, a los demagogos que –lo vemos en España– sustituyen la justicia penal por el ajusticiamiento popular; a las élites que practican tanto el anti-elitismo como el anti-intelectualismo. A quienes no aceptan de buen grado la presencia (obstinada) de la tragedia en sus vidas.
Los únicos antídotos frente a todos estos venenos culturales son el derecho y la literatura. El primero –explica Finkielkraut– porque no presupone de antemano la verdad, la busca; y la segunda porque muestra la gama de grises de la condición humana. Glusckman escribe: “Cuando se generaliza el sufrimiento aparece el comunismo; cuando se particulariza, asoma la literatura”. El ensayista francés proclama: ver no es saber, sentir no es pensar y la precisión desmiente cualquier generalización interesada. Los sumos sacerdotes del nuevo evangelio son provincianos y ombliguistas que únicamente se buscan a sí mismos.
“Por muy abiertos que pretendan ser, los denigradores del estrechamiento identitario permanecen confinados en el pequeño mundo que llevan consigo por donde van”. La lucha en favor de la emancipación femenina –prosigue– no puede terminar en la “tartamudez” del lenguaje inclusivo. “De lo ejemplar a la ejemplaridad sólo hay un paso. Para el pensamiento post-literario y post-trágico no hay niebla. Todo está siempre claro. Juzga a los hombres sin tener en cuenta la condición humana”. Así se han construido todos los infiernos de la Tierra.