El debate sobre la cancelación cultural / DANIEL ROSELL

El debate sobre la cancelación cultural / DANIEL ROSELL

Letras

Elogio y refutación de la cancelación

El escritor Gonzalo Torné explora en un breviario escrito al amparo del antiguo género epistolar las sucesivas ortodoxias y heterodoxias que cohabitan al calor del fenómeno de la reprobación cultural

21 octubre, 2022 22:21

Vivimos en un tiempo histórico donde la antigua distinción entre víctimas y verdugos se ha desdibujado hasta casi diluirse. Parece que la humanidad entera –por supuesto, exageramos; existen excepciones individuales– siente diversos tipos y clases de padecimientos (sean reales o imaginarios) y, en correspondencia, no precisamente justa, se cree con el derecho inalienable de responder a este sentimiento (nada honroso, contra lo que acostumbra a pensarse) aplicando sobre los demás algún castigo, que a veces es material y otras puede adquirir la condición simbólica. Ambas categorías también se encuentran en proceso de desintegración: una muerte metafórica puede terminar perfectamente convirtiéndose en un deceso social. Sobre todo cuando una discusión legítima deriva en la imposición de un sambenito en lugar de formularse como un duelo entre inteligencias y argumentos.

Una de las manifestaciones de este fenómeno de intolerancia tibia es la denominada cultura de la cancelación, nacida en Estados Unidos al calor de la sensibilidad identitaria de distintas minorías raciales y culturales y extendida, como una peste intelectual contemporánea, hacia las costas de Europa, donde determinados sectores han encontrado gracias a este peregrinaje un terreno propicio y fértil para institucionalizar la obstinación de singularizarse sin excesivos sacrificios. En este juego trastocado de jerarquías, donde la línea dominante se convierte en dominada y viceversa, muchos de estos aparentes outsiders hacen carrera de su indignación profesional (los riesgos son escasos; las ganancias, prometedoras) y las antiguas voces (de la tradición) por vez primera empiezan a reconocerse como periféricas.

Representación de la cultura de la cancelación / AUGUST MERIWETHE

Representación de la cultura de la cancelación / AUGUST MERIWETHE

Hay quien ve el fenómeno como signo de una democratización radical; otros atisban señales inequívocas de la creciente hegemonía de un nuevo puritanismo que, igual que los anteriores, busca imponer la censura y limitar la libertad de creación. De ahí que el breviario que el escritor Gonzalo Torné acaba de dedicar a La cancelación y sus enemigos (Nuevos Cuadernos Anagrama) sea un libro pertinente y necesario, al explorar con una inteligencia inusual buena parte de estas ortodoxias y heterodoxias que, igual que las cadenas genéticas del ADN, conviven dentro de un mismo cuerpo social. Nuestro mundo.

El libro es inteligentísimo. Torné, una de las mentes más lúcidas de su generación, por decirlo a la manera de Allen Gingsberg cuando aullaba, se sumerge en este río tan peligroso con una actitud de provocación, ironía e indudable capacidad compositiva. Su breviario –apenas un centenar de páginas– tiene la gran virtud de hacer pensar al lector por sí mismo y enfrentarlo a las contradicciones que acompañan a todos los asuntos capitales. En un contexto donde casi todo el mundo exige que le den siempre la razón –sin matices, sin resistencia, por completo– se trata de un logro en absoluto desdeñable. El sendero, sin duda, estaba lleno de peligros, pero Torné sale vivo del trance, provocando una sonrisa irónica en sus lectores y sin incurrir en ese defecto –tan común– de ser categórico, salvo por necesidad retórica.

Gonzalo Torné / LENA PRIETO

Gonzalo Torné / LENA PRIETO

La principal virtud del libro reside en su estructura y en el tono que lo impulsa. El novelista barcelonés dispone una miniatura que tiene bastante de panfleto clásico –“escrito impreso breve de carácter satírico y agresivo que se utiliza como medio de combate en polémicas ideológicas o literarias”– y también de intercambio epistolar, en este caso entre el autor –la voz del personaje que tiene su mismo nombre– y Clara Montsalvatges (uno de sus personajes de ficción). Su disputa por escrito culmina con una respuesta y un final abierto cuyo efecto hace de este ensayo una invitación a pensar y anima a enfrentarse a la posibilidad (aunque sea pasajera) de cambiar de idea, sin desdeñar tampoco la ratificación. La perspectiva de Torné es dialéctica –como autor gobierna las dos voces que hablan– pero se presenta en el arranque del ensayo (a través de su sosias) con los atributos y ropajes del perfecto sofista.

Platón, sin duda, lo hubiera condenado (esto es: cancelado) porque el insigne filósofo griego diferenciaba claramente entre el mundo de las ideas y sus simulacros. Torné, en cambio, busca de esta manera fomentar la controversia, que es el mecanismo del pensamiento en movimiento. Y, sin duda, lo consigue al preguntarse si la suerte de reprobación social que implica la cancelación contemporánea es realmente censura o acaso puede ser entendida como una crítica legítima de lo que –en un hallazgo conceptual– denomina “las nuevas audiencias emancipadas”.

Justamente en esta encrucijada radica la clave de bóveda del debate. Por supuesto, nosotros no estamos de acuerdo con algunas de sus formulaciones de partida, como la que sostiene que la libertad de creación es ahora mayor que nunca. O la tesis de que quienes agitan las antorchas de la cancelación tienen derecho a imponer su diktat para ser representados en una obra narrativa de acuerdo a sus deseos. No es la tarea de un artista hacer amigos ni convertirse en el cabecilla de un aquelarre. La representación, por otro lado, no tiene que ser agradable para el representado, de la misma manera que la realidad es cualquier cosa menos simple, dada su condición de constelación de hechos infinitamente complejos e inesperados.

Gonzalo Torné

Puede estar en lo cierto Torné cuando apunta a que determinadas voces canceladas exageran interesadamente sus casos particulares de reprobación virtual, confundiendo su ombligo con el espíritu (cambiante) de esta época, pero, al igual que los devotos de la cultura woke atacan (o se hacen oír) porque se sienten víctimas (como si tal sentimiento les otorgase el mismo don que al Papa: la infalibilidad), el supuesto derecho a la ofensa (que nunca deja de ser una ficción), si se quiere dar por válido, regirá en todo caso en ambas orillas, no únicamente en una.

Parte de estas mismas refutaciones ya son introducidas en el libro por el propio Torné mediante la doble voz que supone la figura de Clara Montsalvatges, que opera como antítesis a la tesis de partida. No hay, sin embargo, una síntesis que trate de armonizar ambas posturas. Se trata de una ausencia lógica. De esta forma, ante el fenómeno de si la cancelación es censura o crítica, cabe pensar que puede ser ambas cosas indistintamente. Un boicot comunal o una condena de muerte (civil). La distinción entre estas posibilidades dependerá de cada caso. De los matices y de las circunstancias, que es justamente lo que suele estar ausente en la mayoría de los debates públicos acerca de esta cuestión en los últimos tiempos.

La cancelación es –lo señala Torné– un espacio de disputa. Por eso este libro es un ensayo discutido (entre los dos personajes que se cruzan epístolas) y, afortunadamente, discutible. A nuestro juicio, por ejemplo, lo es sobre todo la idea de que la cancelación, en vez de una censura in fieri, puede ser vista como un “pulso de criterios”. ¿Cabe equiparar un sentimiento subjetivo (el supuesto menosprecio a tus propios valores y a tu identidad), aunque pueda ser compartido comunalmente, con cualquier argumento racional o con la libertad de un creador que no quiera ejercer de mero propagandista? En absoluto.

El escritor Salman Rushdie

El escritor Salman Rushdie

El efecto bondadoso o agresivo que una obra literaria tenga sobre una audiencia no puede –ni debe– condicionar a un escritor, de igual manera que las generosas manifestaciones antiwoke no han disuadido a Torné de defender su provocadora y sugerente perspectiva. Coincidimos con él, sin embargo, en su afirmación de que en una obra literaria no puede separarse la condición estética de la perspectiva moral –el libro contiene una sagaz teoría sobre la representación artística–, pero es indiscutible que los amigos de la cancelación rara vez condenan un libro por sus defectos artísticos. Lo hacen tras realizar una lectura moralizante, con el agravante de que entienden además como afrenta colectiva lo que puede ser una simple descripción particular en busca de la verosimilitud.

La literatura construye sus universales a partir de lo concreto. Los apóstoles de la cancelación no leen libros: detectan arquetipos (negativos) donde únicamente hay personajes, sin admitir desviaciones –por muy naturalistas que sean– con respecto a su noción de la autoestima. Sentirse ofendido nunca será un argumento para anatemizar un libro o, como sucedió con el caso Rushdie, por usar un ejemplo extremista, cometer un atentado. Puede ser razón para dejar de leerlo, pero no para prohibir que lo hagan los demás, explotando la necesidad adolescente que existe en la sociedad de fingir a toda costa una bondad que después rara vez se practica.

En todo cuerpo social existe una pulsión ancestral que irremediablemente conduce a una forma de ingeniería social: hacer que todos seamos (y pensemos) lo mismo. En un mundo normal, la censura (como también afirma Torné) no podría ejercerla más que el poder institucionalmente constituido. El universo que habitamos, sin embargo, es terrestre. Y ahora son las hordas, impulsadas por el viento de los populismos, las que terminan haciendo, a veces en horas veinticuatro, que una anecdótica discusión en las redes sociales acabe siendo materia de discusión legislativa. Casi siempre en contra de la libertad individual.

El poeta Nicanor Parra / LUMEN

El poeta Nicanor Parra / LUMEN

Los antiguos poderes políticos podían ser totalitarios, absolutistas o democráticos. Los actuales se mueven en función de los populismos contemporáneos. Colectivos organizados son capaces de terminar redactando el Código Penal si los políticos creen que validar y hacer suyas sus posiciones van a otorgarles popularidad, apoyo electoral y la ansiada hegemonía que predicaba Gramsci. En un mundo sin excesivas convicciones firmes, regido por las pulsiones sentimentales, ser realista en vez de amable o diplomático es un oficio de altísimo riesgo. Lo demuestra por ejemplo que se entienda la risa, a la que Aristóteles dedicó un tratado desaparecido, como un mecanismo para “helarle a alguien la sangre”, en vez de concebirla como lo que, según don Nicanor (Parra), es el humor: una seriedad cómica.

Para salir del laberinto pensamos que lo esencial –cosa que no aborda Torné en este ensayo– es analizar el verdadero animus tanto del que ofende como de quien se arroga el derecho a cancelar. Si lo hiciéramos quizás descubriríamos sorpresas mayúsculas, como que la crítica, igual que el arte, es una semilla duradera y la censura, un mal contingente. Todas las obras literarias valiosas han sobrevivido al obstat de los inquisidores de su época. En esta querella entre cancelantes y cancelados nosotros vamos con Clara Montsalvatges: “El juicio literario no es un interruptor de dos posiciones (bueno/malo, tolerable/intolerable) sino un discurso que a la manera de las corrientes de los ríos puede arrastrar toda clase de materiales”. La lectura es un acto íntimo y libre propio de sujetos concretos que no necesitan emanciparse (en masa) porque ya lo hacen (individualmente) cuando juzgan un libro.