Incendio de la catedral de Notre Dame en París / AFP.

Incendio de la catedral de Notre Dame en París / AFP.

Artes

Augurio & fatalidad de Notre Dame

El incendio de la catedral de París, novelado por Victor Hugo, muestra la fragilidad del patrimonio cultural, herencia de siglos de civilización que puede desaparecer en cualquier momento

18 abril, 2019 00:00

Las catedrales son, en términos simbólicos, la soberbia condensación en piedra de una época perdida por el transcurso de la historia. Puertas milagrosas hacia un tiempo mítico que nos precede. Cápsulas capaces de atesorar el pretérito junto a falsas reliquias, clavos oxidados de Cristo, sangre coagulada en rosarios de plata, hostias de trigo fino, biblias, exvotos y cálices dorados. El espacio de un viejo teatro -el de la vida vista como una ceremonia sagrada- con la inconfundible y característica forma de una cruz.

Una catedral es una obra que dura siglos, un afán colectivo, un edificio milagroso donde se acumulan –en estratos sucesivos– los vivos y los muertos, los nombres ciertos y los apellidos imaginados, la chusma y los teólogos, los santos y los viciosos vulgares. Pura contradicción, contraste y sedimento. Nada de esto tiene que ver exactamente con la religión, aunque las catedrales fueran concebidas en su tiempo como artefactos perfectos de propaganda doctrinal, máquinas de emocionar pensadas para hacernos sentir el amor de Dios y, a continuación, mentirnos al mostrarnos un cielo ideal al que sabemos que no vamos a llegar nunca.

Notre Dame, que esta semana ha estado muy cerca de desaparecer por el incendio que destruyó su aguja y calcinó su techumbre, convirtiendo sus cubiertas en brasas rojas, no es una excepción a esta regla. Herencia del remoto París del siglo XII, metáfora de ese concepto que llamamos cristiandad y representación de una cierta idea de Europa. Todo esto ha estado en riesgo de convertirse en cenizas por un cortocircuito o un cigarrillo desafortunado, nadie lo sabe aún exactamente.

Cristaleras de la catedral de París

Cristaleras de la catedral de París.

Las causas de esta última versión del Inferno del Dante, que nos ha sobrecogido a todos, todavía no están claras. El fuego de Nuestra Señora, en todo caso, parecía el augurio del fin del mundo. Una distopía regresiva. El canto postrero de una sirena hermosa y terrible, igual que las que seducen al astuto Ulises en La Odisea. La fortuna, y sobre todo los bomberos, lograron salvar el esqueleto de piedra del templo, vencido por el fuego, y mantuvieron en pie sus dos torres gemelas. Un milagro que, sin embargo, evidencia lo frágil que es la civilización, ese nombre compartido que tenemos para hablar de nosotros mismos sin cometer la impudicia de la primera persona.

Notre Dame es una de las maravillas del gótico europeo, un estilo que, igual que siglos más tarde hizo el movimiento arquitectónico moderno, decidió prescindir de los muros portantes para convertirlos –entonces– en un catecismo de vidrieras o, centurias más tarde, en lienzos transparentes de cristal y acero. Representa también, aunque en este caso por accidente, la idea del arte del París decimonónico, cuando Viollet-le-Duc, su polémico restaurador, decidió convertirse a sí mismo en estatua para dejar su huella sobre el anonimato de los canteros que la crearon desde la nada, en un tiempo de oscuridad, hogueras, hambres, dogmas y espantos.

Notre Dame de Paris Victor Hugo Manuscrit 1Su tragedia, felizmente abortada, ya fue novelada por Victor Hugo en Nuestra Señora de París, un libro que, más allá del relato de Quasimodo, el célebre jorobado perpetuo, define a la primera catedral de Francia como un edificio híbrido, de transición, entre el arte románico (esa arquitectura que parte de la tierra) y el gótico (que busca tocar el cielo). La descripción de Hugo, sorprendentemente, no ha perdido ni un ápice de exactitud:

Su tragedia, felizmente abortada, ya fue novelada por

“Todas las miradas se dirigían a la parte superior de la catedral. Era algo extraordinario lo que estaban viendo: en la parte más elevada de la última galería, por encima del rosetón central, había una gran llama que subía entre los campanarios con turbillones de chispas, una gran llama revuelta y furiosa, de la que el viento arrancaba a veces una lengua en medio de una gran humareda. Por debajo de aquella llama, por debajo de la oscura balaustrada de tréboles al rojo, dos gárgolas con caras de monstruos vomitaban sin cesar una lluvia ardiente que se destacaba contra la oscuridad de la fachada inferior. A medida que aquellos dos chorros líquidos se aproximaban al suelo, se iban esparciendo en haces, como el agua que sale por los mil agujeros de una regadera”.

Este augurio, escrito en 1831, casi se hace realidad: las torres de Notre Dame, entre el fuego, parecían más altas por la sombra negra que proyectaban sobre el suelo. “Y sus innumerables esculturas de diablos y de dragones adquirían un aspecto lúgubre; daba la impresión de que la inquieta claridad de las llamas les insuflara movimiento. Había sierpes que parecían reír, gárgolas que podría creerse que aullaban, salamandras que resoplaban en las llamas, tarascas que estornudaban por el humo; y entre todos aquellos monstruos, despertados así de su sueño de piedra por aquella llama y por aquel clamor, había uno que andaba y al que, de vez en cuando, se le veía pasar por el frente de la hoguera como un murciélago ante la luz”.

El escritor Victor Hugo (1884) / NADAR

El escritor Victor Hugo (1884) / NADAR.

Todo ha sido escrito antes, incluso nuestra destrucción. Hugo, que defendió la arquitectura de Notre Dame en un tiempo en el que su estilo se asociaba al pasado medieval, decía que las catedrales antiguas eran víctimas de mutilaciones que borraban el material original con el que están construidas, que no es –pese a las apariencias– la piedra, sino un tiempo huido calculado en siglos. En su novela, el escritor romántico representa esta poética condensación de la historia en una palabra griega– ‘A?AΓKH– que encuentra escrita a mano en una de las torres del templo, borrada tras una de sus restauraciones. Y escribe:

Así se tratan desde hace doscientos años estas maravillosas iglesias medievales; los párrocos las blanquean, los arquitectos pican sus piedras y luego viene el populacho y las destruye. Hoy no queda ya ningún rastro de aquella palabra misteriosa grabada en la torre sombría de la catedral de Nuestra Señora. El hombre que la grabó en aquella pared hace siglos que se ha desvanecido, así como la palabra ha sido borrada del muro de la iglesia y como quizás la iglesia misma desaparezca pronto de la faz de la tierra”.

Imagen de Notre Dame desde Saint Michel pintada por Eugène Galien Laloue en 1941

Imagen de Notre Dame desde Saint Michel pintada por Eugène Galien Laloue en 1941.

Parece –y en efecto es– un cuento, pero ha estado a punto de ser un hecho. Cuesta incluso concebirlo: la pérdida de un templo cuya primera piedra puso Carlomagno, construido gracias a las ofrendas reales y los óbolos clericales, en la primitiva Europa de 1163. Una obra interminable encomendada a los maestros Jean de Chelles y Pierre Montreuil en uno de los recodos del Sena, donde se fundó la Cité, esa isla con forma de cuna.

La catedral de París, pintada por Armand Guillaumin en 1907.

La catedral de París, pintada por Armand Guillaumin en 1907.

La catedral parisina es uno de los grandes enclaves de la historia universal, con todas sus bendiciones y sus infamias. Escenario de episodios como la autocoronación de Napoleón, la Revolución Francesa –el Directorio la convirtió en templo de la Razón y almacén de piensos y forraje– y decorado, en los lejanísimos tiempos de los goliardos, de representaciones sacramentales que duraban hasta diez días y entretenían al populacho de París con su didáctica infinita de 30.000 versos. Notre Dame es la suma de los estragos del hombre y del tiempo, más numerosos en el primer caso que en el segundo. La catedral ha sobrevivido a su última tragedia, pero está herida. La civilización –dicen– comenzó el día exacto en el que el hombre descubrió el fuego. Ovidio escribe en La metamorfosis: el tiempo (nos) destruye, pero el hombre es el mayor devastador de la historia.