Ortega y Ferlosio, la caza y los toros
Las editoriales Renacimiento y El Paseo recuperan los escritos del filósofo madrileño sobre la caza y la lidia y las reflexiones del ensayista y autor de 'El Jarama' sobre el arte de la tauromaquia
13 febrero, 2023 19:00“Aunque parezca mentira, falta por completo una historia de la imagen que los hombres se han forjado de la felicidad”. “Siempre me ha parecido ver los toros diametralmente contrapuestos al deporte, porque el deporte se inscribiría en el tiempo adquisitivo, o sea, el tiempo de los valores, de la historia, mientras que los toros se inscribirían en el tiempo consuntivo, o sea, el tiempo de los bienes, de la vida”. La primera frase es de José Ortega y Gasset y la segunda de Rafael Sánchez Ferlosio. Del primero se acaba de reeditar La caza y los toros (Renacimiento) y del segundo se han reunido en un volumen todos los escritos sobre tauromaquia, Interludio taurino (El Paseo). Se trata de una oportunidad para confrontar a dos de las figuras más relevantes de la cultura española del siglo XX a través de dos obras aparentemente menores en su producción pero muy elocuentes con respecto a la esencia de su pensamiento.
Como sabemos, Ferlosio creció a la sombra de Ortega, contra cuya influencia, como tantos de su generación, llevó a cabo su labor de zapa, en un orden a la vez estilístico y teórico. La reacción contra lo que Gil de Biedma llamaba “la requintada retórica novecentista” supuso también, en el caso de Ferlosio, una impugnación de la idea de destino en la obra de Ortega. El filósofo fue un pensador de espectro mucho más amplio y complejo que Ferlosio, un gran escritor que en su obra ensayística se dedicó a rodear con la soga de su estilo un mismo problema –el pleito entre bienes y valores, el carácter contra la fatalidad, la felicidad contra el sentido– que él veía ejemplificado en muchos de los asuntos que abordaba, desde la narrativa hasta la historia, la religión y la política.
Probablemente fue El origen deportivo del Estado (1924) la obra de Ortega que Ferlosio más aprovechó, peleándose con ella y a la vez prolongando su meditación. Hay ya en el ensayo del filósofo una crítica al utilitarismo y una defensa del carácter deportivo –léase espontáneo y lúdico– de la vida que Ferlosio retoma para denunciar, a su vez, la peste belicista que infecta al espíritu humano a través de los deportes agónicos, metáfora del ardor guerrero en que se funda el Estado.
Ferlosio levantó las armas de su inteligencia contra la constante imposición de sentido a la vida, ya fuera a través de la instrucción, la identidad o la historia, de ahí que viera en la obsesión por el destino de Ortega –el qué de la vida, opuesto al cómo– una peligrosa actualización del mito de la Historia Universal en cuyo altar de valores se sacrifican todos los bienes de la existencia. Se podría argüir, de todos modos, que la idea de destino orteguiana es bastante más compleja y no se puede reducir a la crítica antihegeliana que en su obra lleva a cabo Ferlosio.
El destino, para Ortega, está relacionado con la idea –tomada de Leibniz– de posibilidad. Los hombres estamos abocados a hacernos cargo de nuestra circunstancia y a elegir entre las múltiples posibilidades que laten a nuestro alrededor. La libertad no es solo una condición negativa, como apunta Ferlosio, sino también la capacidad afirmativa de asumir nuestras decisiones. No hay, en Ortega, ninguna concepción determinista o fatídica de la existencia, deportiva en el sentido ferlosiano.
La caza y los toros e Interludio taurino sirven para seguir reflexionando en torno a las ocultas convergencias entre uno y otro. Curiosamente, Ortega habla de caza y de toros sin haber sido nunca ni cazador ni taurino. Ferlosio, en cambio, fue buena parte de su vida un gran aficionado a la fiesta y cazador en su juventud. Ortega siempre dijo que le interesaba estudiar el fenómeno de la tauromaquia desde las Humanidades, fuera por tanto del fervor de la afición. Durante mucho tiempo anunció la publicación de un libro, Paquiro o de las corridas de toros en el que se proponía abordar “la trágica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre español y el toro bravo”. A su juicio, no se podía entender la historia de España “desde 1650” sin reconstruir la historia de las corridas.
Por desgracia, el libro, como tantos otros proyectos en la ambición sin límites de Ortega, nunca vio la luz. De él solo nos han quedado rastros en los textos dispersos, inacabados y de circunstancia que se reúnen en La caza y los toros. Gracias a ellos podemos vislumbrar algunos de los asuntos que hubieran guiado sus reflexiones, como la cuestión del rito (Ortega observó que el verbo matar era el único que en la familia europea procedía directamente de mactare, que en latín significaba honrar, ofrendar y luego sacrificar algo), la idea del tema de conversación (para él era esencial estudiar cómo las corridas habían nutrido el habla del país durante siglos, en las plazas como en las dehesas, en “las botillerías y las tabernas”, siendo el “hontanar de mayor felicidad para el mayor número de españoles”) y por supuesto la cuestión de la muerte: “Sin duda, torear es dominar al animal, pero es también, y a la vez, una danza, la danza ante la muerte, se entiende, ante la propia”.
El ensayo sobre cinegética, extenso prólogo a Veinte años de caza mayor, de su amigo el conde de Yebes, escrito en 1942 durante el exilio en Lisboa, constituye un despliegue impresionante de las capacidades especulativas de Ortega, que aprovecha la excusa para meditar en torno a los límites de la humanidad y la animalidad, el dentro y afuera de la conciencia, la cuestión de la diversión y la felicidad, el lugar que ocupamos en la naturaleza, el papel de la caza en la evolución del hombre. En algunos extremos, parece adelantarse a lo que muchos años más tarde abordaría el helenista Walter Burkert en Homo Necans (1972), sobre nuestra herencia antropológica como cazadores, el hombre como “ser que mata”.
Ortega también fue pionero en la denuncia de lo que él llamó ya entonces la “beatería de la cultura”, incapaz de abordar cuestiones serias sin el límite de la “repipiez” propia de los asuntos relativos a los animales. Hay en ese sentido algunas reflexiones en el libro que nos sirven para discusiones de nuestros días: “La evitación del sufrimiento es una norma ética; pero nada más que una, y solo adquiere dignidad de mandamiento cuando se articula con las demás”. Hay un momento en que el filósofo reacciona indignado ante la zoofilia puritana de origen anglosajón –en particular contra la moda de la caza del zorro sin muerte– y pronuncia una sentencia antológica contra la falsa superioridad moral: “Si usted cree que puede hacer lo que quiera, por ejemplo el sumo bien, es usted ya, y sin remedio, un malvado. Solo es estimable la preocupación por lo que debe ser cuando ha agotado el respeto por lo que es”.
Ortega, de todos modos, lleva el asunto de la caza a un ámbito aún más elevado, situando la actividad en el plano de lo que Ferlosio llamaría los “juegos anagónicos”, donde no importa tanto la lucha, el trofeo, la pieza cobrada, cuanto el esfuerzo realizado por la complacencia en sí mismo, más allá de la muerte del animal:
“Cuando opongo al animal cazador el cazado, entiendo el buscado y perseguido, que puede muy bien no ser logrado. No es esencial a la caza que sea lograda. Al contrario, si el esfuerzo del cazador resultase siempre, indefectiblemente afortunado, no sería esfuerzo de caza, sería otra cosa. A la eventualidad o chance, por parte de la pieza, de escapar al cazador corresponde, por parte de este, la eventualidad de rentrer bredouille [irse con las manos vacías]. Toda la gracia de la caza está en que siempre sea problemática”.
Los editores de Interludio taurino han tenido el acierto de incluir un extenso fragmento de Las semanas del jardín (1974) en el que Ferlosio analiza la esencia de la tauromaquia como espectáculo opuesto a deportes agónicos como el fútbol:
“Pero en la tauromaquia no hay, propiamente hablando, ningún qué, ningún exitus final que fundamente un principio de eficacia como último criterio de valor; aquí todo el sentido reside en las figuras, en el cómo, y por eso, tal vez, por carecer de un qué, de un contenido desinente, la corrida de toros, frente a las competiciones deportivas, pueda cumplirse únicamente como exhibición: el qué cobra existencia como resultado y como tal perdura para siempre –se inscribe, por ejemplo, en el haber o en el debe de un equipo– del cómo, en cambio, no cabe hacer tesoro, splendet dum frangitur y reclama ser visto para tomar su modo de existencia”.
La caza no es un espectáculo y por tanto no reclama ser vista para existir, pero tampoco es una competición y apela a una forma reflexiva de vivirse. A este respecto, Ortega, en una de sus habituales y memorables notas al pie, apunta una digresión que parece fundirse con la voz del propio Ferlosio:
“Es un error inverso del que cometen muchísimos cazadores cuando creen que el arte venatorio se llama así porque al ejercitarlo se capturan a veces venados. La verdad es lo contrario. Venado –venatu– significa simplemente lo cazado. Mas por ser esta especie de ciervos la pieza ideal para el cazador, se contrajo su sentido. Venado, pues, quiere decir “la caza”, esto es, “la pieza por excelencia”. Más interesante sería, si algún cazador es aficionado a la lingüística y le divierte cortar un pelo en cuatro, que departiésemos sobre el extraño detalle que del vocablo con que en latín se dice cazar –venor– sea un verbo deponente, al menos en su uso principal. Porque la caza es no solo acción, sino una de las más transitivas que cabe imaginar. ¿Cómo es que el latín emplea un término de forma pasiva o, más exactamente, de voz media?
La voz media es la que enuncia una actividad que termina en el sujeto mismo que la ejercita; por tanto una acción reflexiva. Dormir-se, mover-se, serían, pues, voz media. Pero entonces venari, ¿querría decir cazar-se? Por tanto, que en el venar la pieza resultaría ser el propio cazador. ¿O acaso venor significa yo me cazo perdices? Esto no se comprende, y este es el acertijo, que tiene mucha miga, tanta que más vale eludirla ahora para que no se nos indigeste. Aumenta la curiosidad cuando hallamos que el griego cazo, thereuo, es verbo normal, pero que Platón y Aristóteles lo emplean en voz media”.
En otro momento, Ortega complica aún más el asunto al afirmar que “pertenece al buen cazador un fondo inquieto de conciencia ante la muerte que va a dar al encantador animal. No tiene una última y consolidada seguridad de que su conducta sea correcta. Pero, entiéndase bien, tampoco está seguro de lo contrario”. Por ese camino de la ambivalencia ética, el filósofo se adentra en una comparación entre caza y razón de un alcance inagotable.
Hay que recordar que Ortega fue, de entre todos los filósofos del siglo XX, uno de los que más contribuyó a desnudar el mito de la razón tal y como se había entronizado desde la Ilustración. Huyendo tanto del sentido trágico unamuniano de raíz cristiana como del empirismo anglosajón, desde un ángulo que en nuestros días cobra una especial trascendencia, Ortega acertó a formular una de las definiciones más complejas y amplias de los fundamentos y límites de la razón, por ejemplo en El tema de nuestro tiempo (1923), el ensayo que ahora cumple un siglo:
“La razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad. El carácter esencialmente formal y operatorio de la razón transfiere a ésta de modo inexorable a un método intuitivo, opuesto a ella, pero que de ella vive. Razonar es un puro combinar visiones irrazonables”.
A la luz de ello, su particular intento de dar a la caza alcance, adquiere una densidad vibrante y dramática por cuanto se convierte en una crítica del filósofo ante su propia actividad racionalizadora, atento tanto a los peligros como las virtudes de su acecho, a la vez seguro e inseguro de su legitimidad, excitado tanto por la posibilidad de matar como por la transferencia del propio enigma al animal escondido y latente:
“Cuando la superioridad del hombre se hace casi absoluta, el papel de la razón en la caza se invierte. En vez de emplearse en la faena a fondo y de modo directo, se preocupa de intervenir más bien oblicuamente y de estorbarse a sí misma. La razón adulta se dirige a otros menesteres que no son la caza. Cuando se ocupa de esta lo que más atiende son cuestiones previas o circundantes.[…] Pero en todo esto presidirá una idea: la de impedir que el desnivel entre pieza y cazador sea excesivo; procurará conservar la distancia misma que al comienzo de la historia guardaban y, a ser posible, mejorarla en beneficio del animal. En cambio, a la hora del efectivo cazar la razón no interviene en mayor dosis de lo que hacía en la hora primigenia, cuando era ella no más que un elemental sucedáneo de los instintos. Esto aclara el hecho, incomprensible en otros supuestos, de que las líneas generales de la cacería sean idénticas hoy y hace cinco mil años”.
En Interludio taurino hay un artículo titulado 'El as de espadas', virtualmente la mejor crónica taurina jamás escrita, en el que Ferlosio se adentra, a propósito de la evocación de su torero favorito de todos los tiempos, en el alma del matador con una intensidad interpretativa comparable a la que Ortega dedica a su cazador:
“Rafael Ortega sabía como nadie que el valor está hecho para el uso, no para la exhibición; que la primerísima regla del gusto en tauromaquia es la que manda que el valor sea escondido y disimulado aun con mayor escrúpulo que el miedo; que puesto que el valor, frente a lo que ocurre con el miedo, ha de ser siempre dueño de sí mismo, la exhibición gratuita del valor por el valor no es sino una impudicia indigna y detestable. Su énfasis era, pues, aplomo, y de tal modo pertenecía al contenido, como explicitación, que probablemente le servía a él mismo como renovada seña indicadora de por dónde tenía que proceder. Adelantado a cada lance, por cambiar el compás, la zapatilla retrasada, en un único paso en diagonal, para cargar ahora sobre esa nueva pierna todo el cuerpo y hacer de ella tela y oro, componía, en fin, con el toro una figura helenística, lacoóntica, o más aun una figura tocada por esa luz dinámica en que la piedra puede volverse liviana como tela y la tela puede cobrar peso de piedra: la luz inconfundible del barroco”.
Así es cómo, en uno y otro extremo del pasado siglo y desde posturas aparentemente enfrentadas, Ortega y Ferlosio, contemplando dos formas radicales de relación con la muerte, compusieron una misma parábola de la inteligencia sin grilletes que nos sigue contagiando la alegría alciónica del pensamiento.