Letra Clásica
Ferlosio, la estatura de la inteligencia
El escritor, que abandonó la narrativa por la literatura de ideas, pasará a la historia como uno de nuestros grandes prosistas por su denodado afán de pensar por libre
2 abril, 2019 00:00“Ni siquiera los amigos deben ver a los ladrones cuando están en su guarida”. La frase, extraída de Alfanhuí, su primera novela, una fábula fantástica, el único libro de su obra que, con su modestia carpetovetónica, consideraba que realmente merecía el aprecio literario, al contrario que los demás, retrata bastante bien a este huraño ogro del barrio de la Prosperidad (Madrid), señor sombrío del verano en Coria (Cáceres), una infancia –lejanísima– en un palazzo destruido por el tiempo y el desencanto, y unos ancestros –el intelectual falangista Sánchez Mazas, superviviente casual de su propio fusilamiento; y Liliana Ferlosio, hija de un banquero del Vaticano–, que construyen, sumados, los elementos de una biografía atrabiliaria e imposible de repetir en estos tiempos llenos de simulacros.
Rafael Sánchez Ferlosio fue –hasta ayer– un personaje irrepetible. Probablemente el mayor de los escritores del castellano peninsular. Un clásico indudable. El último de los niños de la guerra. Representante terminal de los escritores de nuestra gris posguerra de gasógeno y hambre. Y nombre señero de eso que durante un tiempo se llamó Generación del 50. Y quizás, junto a García Calvo, con quien compartió círculos de intereses y experimentos químicos, uno de los grandes cultivadores de la literatura de ideas, capaz de escribir con maestría en un español argumentativo, poblado por frases que funcionan como esqueletos de pescado. “Esa manera petulante” –decía él mismo de su estilo– “de estar cargado de razón”.
Ferlosio, en la época en la que ganó el Premio Nadal / EFE.
Hay quien cree que este escribir frondoso y lleno de requiebros, que no es propiamente barroco, sino un bosque que se extiende ante nuestra vista, impidió que fuera un escritor accesible para el gran público, que, según los gurús, huye como del diablo de cualquier querencia por la subordinación expansiva, ese síntoma que identifica a aquellos que piensan cuando escriben. Son los efectos de la famosísima –entre los ferlosianos, una tribu belicosa– hipotaxis, por contraste con la parataxis, que recomienda simplificar la dicción hasta convertirla en un enunciado escolar. El español, probablemente, es una de las lenguas más prestas al ejercicio deslumbrante de la subordinación, la superposición de distintas capas de sentido y el abono –la narración es como un jardín– de las palabras. Pero para crear esta forma de escritura, y también para apreciarla, es necesario dominar el arte de la lectura. Y esta cualidad exige esfuerzo intelectual aunque garantice placeres ciertos.
A Ferlosio, los periodistas, entre otras muchas cosas, le debemos nuestro pan (escaso) y parte de nuestra (menguante) hacienda. Nadie como él, fallecido a los 91 años, la edad provechosa de los sabios, ha gastado en este país tanto dinero (en comprar) y tiempo en (desentrañar) las gacetillas de noticias. Durante años volcó en ellas, igual que su odiado Ortega y Gasset, parte de su literatura y de su pensamiento, que nunca discurría en línea recta, sino que zigzagueaba todo el rato, como corresponde a los que buscan, no a quienes repiten dogmas. Estaba suscrito a varios periódicos, los leía a diario y analizaba el universo de su tiempo a través de sus páginas. Alguien dirá que ésta es una visión limitada del mundo, pero no se nos ocurre otra más extensa: la vida, exactamente igual que un diario, funciona como un artefacto retórico.
A Ferlosio, los periodistas, entre otras muchas cosas, le debemos nuestro pan (escaso) y parte de nuestra (menguante) hacienda. Nadie como él, fallecido a los 91 años, la edad provechosa de los sabios, ha gastado en este país tanto dinero (en comprar) y tiempo en (desentrañar) las
Toda la filosofía ferlosiana, fragmentaria y atrabiliaria, tiene el encantador sesgo de la digresión que se construye a partir de la actualidad, donde está todo y, quizás, no haya nada. En España, donde leer es una extrañeza, Ferlosio fue un fantástico lector –y después escritor– de diarios, igual que Juan de Mairena o el austriaco Karl Kraus, con el que también compartía la devoción por el estudio del lenguaje y ejercía una suerte de censura moral, a la manera de Montaigne, pero con más mala leche y menos paciencia.
A través del análisis del uso de las palabras, el escritor de Coria –que nació en Roma– identificaba las mentiras, la ideología y los dogmas culturales que habitan el mundo de la pública opinión, que no es exactamente lo mismo que la opinión pública. La primera se construye mediante la publicidad y se identifica por su simpleza y escasa articulación intelectual. Algunos creen que es periodismo, pero no pasa de ser mera propaganda. La segunda, en cambio, es la consecuencia del pensamiento crítico, que es lingüístico antes que filosófico.
Ahora que vemos todos los días en las redes a un ejército de consultores hueros diciendo lugares comunes sobre lo que debería ser el periodismo digital –audiencias, métricas, impactos– Ferlosio postula, igual que un filósofo cínico en zapatillas, la importancia del lenguaje y la pervivencia de la expresión individual, análoga a la ambigüedad de la realidad. Una sociedad que no cuida la lengua, pensaba Kraus, es una sociedad que no se cuida a sí misma. Ferlosio, mucho menos solemne de lo que muchos piensan, lo expresa de otra manera. Humorísticamente seria: “No hace ninguna falta tocar las castañuelas, pero en caso de tocarlas, más vale tocarlas bien que tocarlas mal”. Aplíquese a cualquier faceta de la vida, incluida la escritura. Decir que Ferlosio es un autor difícil es no haberlo leído. Nadie ha sido más claro, sincero y valiente que él, capaz de criticar desde las santas tribunas de El País de los años ochenta a Felipe González –“gatazo blanquinegro y gordinflón, con mirada tonti astuta, castrado y satisfecho”– o concluir, sobre el debate de los Juegos de 1992 en Barcelona: “¡Y una mierda para las olimpiadas!”.
Su carrera literaria, cuyo colofón fue el Cervantes de 2004, se inició, sin embargo, con la narrativa. “La poesía”, dijo una vez, “no me interesa”. En los años cincuenta, tras estudiar filología semítica y dirigir la efímera Revista Española, dedicada a la creación cultural, debutó con Industrias y andanzas de Alfanhuí, una encantadora novela con título irónicamente picaresco que le costearon sus padres y que, en su día, reseñó favorablemente Cela. Un relato lleno de verdades y mentiras, fábulas y retratos, magia y realismo, en una España rural donde la ilusión resultaba una quimera. Después llegó El Jarama, la gran novela objetivista de la literatura española o el intento de Ferlosio de escribir literatura sin literatura. De sustituir la retórica por el lenguaje oral, el habla de su tiempo. El libro ganó el Nadal, Castellet lo interpretó como un ejercicio de realismo social –en una ceguera proverbial– pero nadie comprendió el trasfondo del experimento ferlosiano, que lo consideró un libro fracasado.
Su carrera literaria, cuyo colofón fue el
Tras alcanzar la cumbre literaria –en la España de los cincuenta el Olimpo tenía escasa altura– el creador de los pecios –esa suerte de aforismos– se retiró a la vida privada, horrorizado ante el “grotesco papel del literato profesional”. Los siguientes años los pasó encerrado en sus falansterios, estudiando gramática, escribiendo de noche, durmiendo de día, siguiendo una rigurosa dieta de anfetaminas –Ferlosio fue, junto a Escohotado, el drogadicto ilustrado que más presumía de tal condición– y perpetrando ensayos y tribunas de prensa donde opinaba de todo y de nada, o se permitía el lujo –síntoma de los verdaderamente inteligentes– de cambiar de opinión sobre la marcha.
Tras alcanzar la cumbre literaria –en la España de los cincuenta el Olimpo tenía escasa altura– el creador de los
Sus textos comenzaban a partir de un tema preciso y terminaban en otro extremo. Eran igual que un viaje sideral. No dudaba en decir una cosa y concluir –tras una extraordinaria capacidad para irse por las ramas– la opuesta. Por ejemplo, declararse aficionado a la caza (menor) y devoto de los toros y, con el tiempo, clamar contra los símbolos del tradicionalismo español. “Odio los Sanfermines de Pamplona. Odio las Fallas de Valencia. Odio a la Virgen del Rocío. Odio la Feria y la Semana Santa de Sevilla (...) Cataluña me aburre mucho. No se puede aguantar. Son aburridísimos. Los mismos diciendo una cosa y otra. Claro que, cuando un español sale simpático, tampoco hay quien lo aguante”.
De esos años, en los que vivió como un auténtico Salinger entre Extremadura y Madrid, proceden sus libros de ensayos –reunidos ahora en cuatro tomos monográficos, a la manera de una opera omnia, por la editorial Debate–, los aforismos y otras hojas volanderas. Tras décadas dedicado a lo que irónicamente llamaba Altos Estudios Eclesiásticos, pasará a la historia como uno de los grandes prosistas impertinentes. Un filósofo de campanario o, como él mismo se definió en alguna ocasión, “un ilustrado a la violeta”.