Paddy Moloney, el último celta
El fundador de ‘The Chieftains’ amplió el espectro de la música tradicional irlandesa hasta convertirla en banda sonora de películas y en referencia para otros estilos
13 octubre, 2021 00:00Hay herencias que llegan en forma sólida, apremiante e invasora, y otras que, como un líquido, se filtran de modos imprevistos. Si se dice que ha muerto Paddy Moloney, pocos en primera instancia reconocerán a quién se refiere la luctuosa noticia. El grupo que fundó y con el que estuvo realizando giras, The Chieftains, sonará algo más, incluso fuera de los círculos de la música tradicional. Si decimos que fue el artífice de la pieza más bella de la ya de por sí muy bella banda sonora de la película Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, ya muchos sabrán de quién, de qué estamos hablando. Pero Mná na hÉireann, aquella melancólica melodía cuyo título se traduce por Mujeres de Irlanda, no fue flor de un día ni un caso aislado.
En los años cincuenta Irlanda era un país que trataba de buscarse entre la huella de Yeats y el Estado nacionalcatólico del descendiente de españoles Éamon de Valera (emparentado con el autor de Pepita Jiménez). Llegaban los primeros vagidos del rock and roll y por los tiempos en los que Buddy Holly ponía al rojo las guitarras un compositor y musicólogo extraordinario, Seán Ó Riada, de quien se ha cumplido el cincuentenario de la muerte, buceaba como lanzado desde los acantilados de Moher en el mar de la tradición irlandesa y creaba joyas que de tan buenas parecían inmemoriales, como la elegida por Kubrick para aquilatar la perfección de su cine.
Fundó Ó Riada un grupo seminal Ceoltoirí Chualann que luego se convirtió en The Chieftains (Los Jefes, en alusión a la sociedad antigua hibérnica). Y un joven músico del norte de Dublín que aprendió música con sus padres y luego con un reputado gaitero se incorporó al proyecto. Se llamaba Paddy Moloney y estaba llamado a ser tras la temprana muerte de Ó Riada (alcoholizado como tantos genios irlandeses, léase Brendan Behan o Flann O’Brien) el alma, el espíritu de todo un movimiento de revitalización de la música autóctona, un río caudal que ha dado agua de riego a muchos géneros musicales y ha movido multitud de norias, desembocado en todos los mares.
Paddy (llamémosle así porque nadie menos divo, más accesible y sencillo) era bajo de estatura y semejaba un duende, un trasgo juguetón sacado de algún relato recogido por lady Gregory entre turberas y ríos que remonta el salmón. Tenía también el genio y el ingenio, la respuesta rápida de un Oscar Wilde. Si no se hubiera dedicado a la música y se hubiese tenido que ganar la vida como extra cinematográfico, podría haber interpretado hasta la extenuación papeles de celta del siglo III antes o después de Cristo. Su cabeza es la que copiaron en piedra los artistas de la Galia o los orífices del caldero de Gundestrup.
Gracias a The Chieftains, que tomaron el testigo de esa antigüedad y lo han legado a las generaciones venideras, el folklore irlandés se ha conocido en todo el mundo, un mundo que no siempre le ha sido ajeno, porque la inveterada emigración irlandesa ha llenado de hijos de la verde Erín los cinco continentes. El embrión de The Chieftains echa a latir en 1960 (cuando The Beatles) y toma forma ya con ese nombre en 1962 (cuando The Rolling Stones). Ha conocido, ya como realidad plena, decenas de movimientos y estilos musicales, permaneciendo siempre fiel a sí mismo pero sin temor a innovar y a abrir puertas, ventanas.
Si al mismo tiempo surgía el también muy longevo grupo The Dubliners, la primacía en calidad de The Chieftains es indiscutible. No hay necesidad de echar a pelear a Paddy Moloney con Ronnie Drew, cabeza de The Dubliners. Porque si estos se especializaron en el repertorio cantado de baladas, coplas rebeldes y jolgorios para el momento de beber, The Chieftains ahondó en lo instrumental, sin competencia en la materia. Llevó a los teatros y estudios de televisión lo que antes solo discurría de manera improvisada en las sesiones tabernarias, integrando instrumentos que no sonaban antes juntos, con elegancia, clase y sofisticación.
Cierto que The Dubliners tuvo las excelentes interpretaciones de banjo de Barney McKenna o el violín de John Sheahan, y que The Chieftains gozó de la muy delicada voz de Kevin Conneff, pero, cada uno en su casa y Dios en la de todos, ambos grupos se repartieron el solar lleno de tréboles de la música irlandesa. Y con los violines de Martin Fay o Seán Keane, la flauta prodigiosa de Matt Molloy, el arpa atávica de Derek Bell, especialista en revivir los sones del siglo XVII de O’Carolan, o el doble brillo de Paddy Moloney en el tin-whistle (un flautín humilde y barato, la patata de la dieta musical) y la compleja gaita irlandesa, The Chieftains han afilado y afinado todas las sutilezas y matices de una música como no hay otra aunque haya fertilizado géneros como el folk estadounidense y sus ramificaciones (es sabido que Bob Dylan bebió en los Clancy Brothers cuando estos actuaban en el Village).
La música tradicional irlandesa es capaz de la más extensa gama de registros, desde lo bailable a la acedía, y The Chieftains, capitaneados, por Moloney, lo hicieron sin descanso como nadie. Tuvieron además la inteligencia de no permitir que la herencia cayera en lo autárquico, en la endogamia, y se supieron rodear de colaboradores del ámbito country, pop o tradicional de otros países. Sin ir más lejos, por el gaitero gallego Carlos Núñez, a quien acogieron como un grumete de su goleta aventurera. Pero también, tras realizar incontables conciertos puristas por todo lo ancho y largo de los Estados Unidos y el Canadá, grabaron con incontables músicos todos eminencias en su género, desde Nanci Griffith a Van Morrison.
Precisamente con Morrison, natural de Belfast en el Norte de la isla de Irlanda como el ya desaparecido arpista Bell, The Chieftains alcanzaron uno de sus mayores momentos de difusión en su extensísima discografía gracias a un álbum titulado Irish Heartbeat (Latido irlandés) en el que Morrison se daba el lujo de rodearse de músicos de postín para echarse al coleto canciones hermosísimas, ya sean lentas o rápidas, como Raglan Road (en la que no disuena con su desgarro el toque soul), Carrickfergus o The Star of the County Down. El taciturno y oscuro cantante se contagió del ánimo juguetón de Paddy y sus muchachos y dejó un disco redondo, y no por su forma de vinilo.
Porque esa era una característica que Paddy mantuvo hasta el final: la sonrisa, el tono bienhumorado y cordial. A él, que ostentaba el hipocorístico, la forma familiar de Patricio, el nombre irlandés por antonomasia, parecía divertirle ser tan irlandés por los cuatro costados y no parecía importarle que según y cómo el Paddy suene an algunos despectivo. Desde su casa de las colinas de Wicklow cercanas a Dublín no solo preparaba discos propios sino que realizaba arreglos para los de otros (como hiciera al frente de la discográfica de música tradicional Claddagh Records) y planeaba las largas giras transoceánicas que lo llevaron a actuar varias veces ante presidentes y jefes de Estado, no siempre en la festividad gloriosa y sin parangón de San Patricio.
Que haya muerto el 12 de octubre, día del descubrimiento de América, parece cerrar el bucle de esa entrega americana que llevó al grupo a grabar discos en Nashville y en otros sancta sanctorum de la música yanqui. Porque a partir de cierto momento, abandonando discos genuinamente irlandeses que ostentaban solo el nombre del grupo y un numeral incrementado según avanzaba la carrera, pasaron a lucir muy cuidados títulos de álbumes temáticos, conceptuales, sobre la navidad, el amor o la emigración.
Dejando a los gringos, se permitieron, efectivamente, un disco llamado San Patricio que acaso sea la mayor de sus rarezas. Recoge la gesta heroica y lírica de los soldados irlandeses que en la invasión de México por parte de los estadounidenses se pasaron al enemigo, al fin y al cabo de la misma religión, y el whiskey se convirtió en tequila. En San Patricio intervinieron Chavela Vargas, Lila Downs, Ry Cooder, Los Tigres del Norte y recitando con su voz profunda el actor Liam Neeson, natural de Ballymena en el condado de Antrim.
Portada de una revista irlandesa sobre la trayectoria del músico celta
Pero entre otras geniales excentricidades grabaron con artistas de Bretaña y japoneses. Igualmente dejaron un singular disco hecho en China y un elepé titulado Santiago que habría hecho las delicias de Álvaro Cunqueiro (de quien no consta que escuchase nunca a The Chieftains con el gaitero Paddy Moloney y el arpista Derek Bell, pero sí a los tocadores de cornamusas bretones que el escritor de Mondoñedo llevó al efímero Festival del Mundo Céltico que creó en Vigo en 1964 y al arpista Alan Stivell, cuyo milagroso renacimiento del arpa celta recibió como regalo de Navidad en 1973). Su música, que posee tanta capacidad evocadora, ha servido además de para Barry Lyndon para un buen puñado de otras películas como La isla del tesoro, Brave Heart, Bandas de Nueva York o, con señalada belleza, Círculo de amigos, adaptación a la pantalla de una novela de Cecilia Ahern, hija de quien fue Taoiseach (Primer Ministro) durante los años de prosperidad en Irlanda conocidos como del Celtic Tiger.
Los Chieftains, que con la pandemia frenaron su vertiginosa carrera por auditorios y salas de concierto de todo el mundo, cosecharon seis premios Grammy y han tenido una influencia enorme, mundial, universal. A España vinieron muchas veces llenando desde Barcelona a Ortigueira, pasando por Bilbao, Córdoba o Sevilla, donde actuaron memorablemente en el Día Nacional de Irlanda en la Expo 92, porque eran sus mejores embajadores. Paddy solía tararear en algún momento como un señor que se afeita o alguien a quien le acaba de tocar la lotería. También, tras algún solo prodigioso de flauta de Matt Molloy, exclamaba: “Not bad, not bad at all!”
Tenían una selecta y fiel minoría de seguidores que reconocían en su música valores refractarios a muchas de las plagas modernas. Sería una grosería comparar el mundo que subyace a la música de The Chieftains con el submundo de lo chabacano imperante, mas si hubiera que señalar algunos rasgos de las armonías que cultivaron Moloney y los suyos cabría decir que entre estos están la nostalgia, la alegría, el amor humano y a la naturaleza, el sentido de la historia y de la geografía, el no considerarse centro del mundo sino eslabón de una larga cadena, el respeto a los demás, lo popular que no plebeyo por más oro que acumule; en suma, la humanidad. Su funeral, como el de Seamus Heaney, igual que el de Yeats, se prevé que sea casi de Estado. Irlanda está de luto y como en una película de John Ford (El delator o El último hurra) serán muchos los que concurran al velatorio, en el que no deberían faltar tragos de whiskey, de bourbon, de tequila, de aguardiente o de cualquier cosa que el hombre beba, aquí, allá o acullá, no para gratificarse, sino para honrar a los suyos.