Las memorias de Valentí Puig / DANIEL ROSELL

Las memorias de Valentí Puig / DANIEL ROSELL

Letras

Los dioses de época de Valentí Puig

El último de los dietarios del escritor mallorquín reconstruye con maestría las vivencias íntimas y los sucesos de unos años (1993-2006) que arrojan luz sobre el presente

24 julio, 2021 00:10

Josep Pla, probablemente uno de los mejores escritores de periódicos que han visto los siglos pasados y verán los venideros –a estas alturas del tiempo ya podemos decirlo sin errar–, tiene un libro maravilloso entre su larga colección de asombros literarios que se titula Las horas. En su prólogo, firmado junto a la chimenea del Mas Pla en 1971, hace ahora casi medio siglo, una década antes de su muerte, escribe: “Este libro representa un calendario más o menos lírico, más o menos poético; pero, como el libro está escrito en prosa, nunca acaba de desprenderse de la realidad más terrestre (…) Lo he titulado Las horas porque es un título grave, adecuado y bonito (…) Aunque la presión del paso del tiempo es dolorosa y a veces insoportable, soy partidario de no eludirla, porque mi experiencia me lleva a creer que sólo quienes sienten ese dolor sordo –o agudo– aprovechan la vida, en el sentido más general del término, y aprovechan para tener alguna idea de sus maravillas”. 

Es una definición perfecta del arte (tan incomprendido) de escribir dietarios, donde la memoria se entrelaza con los hechos, los recuerdos cohabitan, no siempre fielmente, con las sensaciones y, en el caso de los grandes memorialistas literarios, se hace verdad lo que escribió Machado (Antonio) en su Retrato: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”. Salvo para los creyentes, que confían en la trascendencia del alma y tienen resuelta de antemano la gran incógnita, el común de los mortales no contamos con otra deidad más a mano que nosotros mismos. Tal evidencia no expresa egotismo, sino sabiduría: el paso del tiempo y el tránsito de las hojas del calendario van reduciendo los encuentros, las sorpresas y las compañías. En eso consiste crecer. El argumento de ese cuento (de terror) que llamamos envejecer, cuyo único atenuante –remedio ya sabemos que no existe– pasa por aprender a convivir con el desconocido que habita en nuestro interior y encontrarle armonía a lo que decía Borges: “He observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso”. 

El escritor Valentí Puig, en Barcelona /  LENA PRIETO

El escritor Valentí Puig, en Barcelona / LENA PRIETO

En ninguna otra edad como el crepúsculo tiene mayor sentido esta afirmación. Vivir es pasar. Sobrevivir, en cambio, consiste en dejar un rastro humilde, una estela efímera que nos permita pensar que la existencia ha tenido una dirección. Una forma de hacerlo es eternizar la intensidad de los días que se suceden en un cuaderno íntimo. Valentí Puig (Mallorca, 1949) viene haciéndolo con una disciplina nada franciscana –hablamos de un escritor felizmente vitalista– desde 1968. Sus anotaciones sobre la década inmediata, coetáneas al instante en el que Pla reelaboraba sus papeles para Las horas, fueron el material de su primer dietario Bosc endins (1970-1979). Entonces vivía en Palma y escribía en Diario de Mallorca

La pretensión de convertir en un libro estas memorias le permitió –en una escena que narra en Dioses de época (1993-2006), la última entrega de este work in progress literario, editada por Destino– conocer a Vergès, el editor de la revista Destino y patrón de Pla, que lo recibió en su casa de Puntós, en el Empordà, donde –lo explica con su proverbial capacidad para la caracterización de los personajes que se esconden detrás de máscaras– “pasaba temporadas leyendo las descripciones marinas de Conrad”. El detalle no es baladí: en aquel tiempo los editores todavía leían, de la misma forma que muchos de los nuevos no sólo no lo hacen, sino que además se guían en función de las tendencias, ese trampantojo que tantísimos mandarines y diletantes confunden todos los días con la verdadera cultura

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Vergés no le publicó el dietario –lo haría Jaume Vallcorba en su elegante Quaderns Cremà– pero, tras admitir que no entendió la prueba a la que le sometió el editor, Puig confiesa –los buenos diarios sólo cuentan la verdad, que no tiene que coincidir con los hechos– que aquel día se sintió de verdad escritor. La sensación, por fortuna, ha sido duradera: desde entonces este periodista mallorquín, que ha escrito en diarios como El País, Abc, La Vanguardia o El Correo tras dedicarse unos años a la enseñanza de idiomas, y que ahora forma parte del equipo de columnistas de Crónica Global, ha publicado ensayos, narrativa, libros de viaje,  poesía y siete tomos más de dietarios. La serie comienza con Matèria obscura (1980-1984), sigue con Cent dies del mil·leni (2001), Porta incògnita  (1970-1984), Rates al jardí (1985), Dones que dormen (1986-1990), La bellesa del temps (1990-1993) y, de momento, termina con estos Dioses de época, que prolongan sus vivencias, sobre el fondo de la historia oficial y política de España y el mundo, hasta dos años antes del gran crack de 2008. 

Escritos en catalán y, en algunos casos, con versión en español, el ciclo memorialístico de Puig se alza, en la soledad del parvulario en el que parece haberse convertido una parte del sector editorial, como un humilde gesto de soberbia. Humilde, porque Puig escribe desde el suelo que pisamos todos, sin petulancia y sin adornarse en exceso, con una naturalidad ilustrada pasmosa; y soberbio porque su prosa, donde la voluntad de estilo y la calidad de página alimentan el huracán que lleva dentro –a pesar de su imagen de hombre sosegado–, alcanza en este libro momentos extraordinarios. El escritor mallorquín ha conseguido, a su manera, intuimos que sin proponérselo, discípulos que imitan su sello, pero, confirmando la famosa frase de Buffon de que el hombre es el estilo, este último cuaderno de navegación cobija una inimitable combinación de buen gusto, sabiduría, dosis justas de ironía y la excelente sintaxis que caracteriza toda su autobiografía por capítulos

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Je me souviens”, escribió Georges Perec. Lo mismo le sucede a Valentí Puig, que se acuerda de todo y cincela –con maestría– las descripciones detallistas, practica el dibujo de caracteres o logra, cosa nada sencilla, la reconstrucción verosímil de una época que –recurrimos de nuevo a Borges– sucedió en el pasado, igual que la lluvia, pero permanece en nuestro interior. “Pensamos que el pasado es lo que ya se fue y un día nos damos cuenta que el pasado somos nosotros”, escribe con acierto. Mirar atrás no siempre es un ejercicio agradable, pero se trata de una tarea capital para entender cómo hemos llegado a ser lo que somos desde el punto de vista colectivo y personal. 

Por eso, la voluntad de hibridación que define a estos Dioses de época, tan característica del género confesional, permite recorrer de forma paralela lo que ocurría en la política española, en el panorama internacional y en el ámbito local junto a ese escenario secreto que es una vida privada. Puig intercala estas vetas narrativas –viajes, encuentros, inseguridades, placeres, anhelos, esperanzas y desengaños soportados con el perfume de los buenos cigarros habanos– configurando así una excelente destilación literaria, donde a través de su voz reconocemos el legado de Pla (sentido exacto de los adjetivos; una ironía que no se da importancia), Néstor Luján (memorables, sus apuntes gastronómicos), Baroja (la libertad de criterio) y un talento raro y exacto para describir a los personajes

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Estupendo es, por ejemplo, el perfil de Tarradellas –donde se cuenta, de forma indirecta, el pozo en el que el nacionalismo ha atrapado a Cataluña–, las reflexiones sobre el falso payés de Palafrugell, el azar que le conduce de Londres a Barcelona, de Taiwán a Tel Aviv, desde Londonderry a Marruecos; sus peripecias profesionales –en insignes consejos editoriales o entregado al nomadismo huérfano de los periodistas freelance–, las mudanzas, las tardes en el Punxet, el puente aéreo entre Madrid y la Ciudad Condal o las conversaciones con un Pujol que, retirado en su despacho del Paseo de Gràcia, le tienta para incorporarse “a la cultura catalana”, sin darse cuenta de que ya se había convertido en un prócer de otro tiempo. 

Valentí Puig 7El juego de espacios, años, criaturas y coyunturas otorga a este volumen en primera persona una vitalidad análoga a la de la verdadera existencia. La vida también se percibe en la conjunción de voces: Puig, que escribe como piensa, y piensa muy bien, acompaña sus reflexiones y experiencias con la opinión de sus interlocutores –se trata de un libro vivido en calles, hoteles, periódicos, restaurantes, bares y otras muchas madrigueras– que, siendo como son frases del pasado reciente, iluminan nuestro presente. Véase, por ejemplo, la disertación de Digby Anderson, cronista gastronómico del diario británico The Spectator:  Lo que se escenifica hoy en las iglesias no es religión. Estamos en manos de un sentimentalismo que se niega a ver que después viene la realidad. Es como hablar de Belén sin tener en cuenta el Calvario. Nuestras sociedades apuestan por no reconocer el mal. Los verdes adoran una naturaleza armoniosa, falsa. No existe ya el pecado: la culpa la tiene el sistema. La política sólo es ‘show business’. Falsificamos las emociones. Vivimos en un mundo cada vez más pueril”. 

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Difícilmente puede hacerse una radiografía más certera del presente desde el pretérito, ya que este augurio se enuncia en vísperas de la (lejana) primera victoria electoral de Tony Blair en el Reino Unido. La perspicacia de Puig para traer a nuestros días lo que en ese momento eran meras sensaciones de un tiempo donde el teléfono móvil aún parecía un objeto exótico y no existían ni internet ni las redes sociales demuestra cómo, sin mirar lo que nos ocurrió, somos incapaces de reconocer lo que nos sucede. El resultado es una sinfonía donde la nostalgia –contenida– cede protagonismo dentro del cuadro a la capacidad de análisis

Puig es un escritor moralista, pero al estilo de los grandes autores de la escuela francesa que forman La Rochefoucauld, La Bruyère, Saint-Simon, Chamfort, Joubert o Sainte-Beuve. Escasamente puritano, su tono es el de un ensayista sincero que muestra sus convicciones –“yo había llegado al liberalismo por mi anticomunismo y a los principios conservadores al ver cómo toda revolución generaba más injusticias que las que venía a resolver, que todo hombre nuevo lleva un pase para algún infierno en la Tierra”–, sin perder en ningún momento la independencia intelectual –sus retratos de Esperanza Aguirre o de Aznar, comiendo de postre helado, describen los hábitos de la droite española en tiempos del Hotel Majestic–. 

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Junto a estas virtudes, el libro regala lecciones del periodismo –rinde por ejemplo tributo a El Espectador, la serie de artículos de Ortega y Gasset, o trata la relación del columnismo con la Filosofía y la Historia– y se convierte en una epifanía sobre la condición de escritor. “Sonará anticuado e ingenuo, pero uno debe inspirarse en los que más han sabido”. Puig pertenece a esta estirpe que sabe que “leer lo cura casi todo”. Igual que su admirado Xavier Domingo, periodista sarcástico, o Ernest Lluch, al que retrata en una pelea de ascensor con Narcís Serra que es una metáfora de las dos almas del PSC. Desde su retiro de Centelles, junto al jardín y a la biblioteca, donde los pájaros todavía cantan cada amanecer, para nosotros se ha convertido también en un “maestro for all seasons”.