Cartel del Festival de Almagro 2021 / EFE

Cartel del Festival de Almagro 2021 / EFE

Letras

Las mujeres invisibles de Almagro

Las literatas silenciadas del Siglo de Oro regresan para mostrarnos por qué se las ocultó, gracias a una exposición en Almagro

21 julio, 2021 00:10

El juego de la duda y el espejo nos ofrece este verano el último milagro de Almagro (Ciudad Real). En el templo del barroco, corazón latente de una estirpe hispano-lusa-americana, reaparecen con esplendor Sor Ana de la Trinidad, Sor Violante do Céu, María de Zayas y Sotomayor, Ana Caro de Mallén, Inés Calderón, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Ângela de Azevedo o Sor Maria do Céu y Zaida. Todas vuelven al primer plano para mostrarnos su inventario del mundo visible. Reaparecen gracias al Festival de Almagro, organizador de una exposición en la Casa Palacio de Juan de Jedler (Patio de Fúcares), dedicada a las voces y letras de las mujeres silenciadas, intelectuales sobresalientes, damas de la escena que fueron ocultadas, pero que aun así marcaron el Siglo de Oro.

Los árbitros de la crítica nunca perdonan; a las escritoras del seiscientos no se les reconoció su capacidad para transgredir tabúes políticos y estéticos. Pero con su poesía, sus novelas y su teatro, las invisibles defendieron una concepción femenina y feminista del mundo en un contexto marcado por las mazmorras destinadas a la irreverencia. La cultura y la visión femenina del mundo se refugiaban entonces en los conventos. Estas mujeres, que en su día fueron protagonistas en el Corral de Comedias --construido en 1629--, sobrevivieron a una salvaje taxonomía que quiso dividirlas entre monjas, putas y esposas. Casi todas han desaparecido de los libros; sobre muchas de ellas han recaído juicios implacables y todo tipo de prejuicios, “en unas y otras el tiempo ha dejado caer el polvo del olvido”, en palabras de Ignacio García, director del Festival de Almagro.

La historia empieza en Diana, condesa de Belflor, protagonista de El perro del hortelano la obra de Lope. Ella está en el centro del espacio teatral. No necesita padre, hermano o marido para defender su honor; se basta y sobra; seduce y dirige en el juego de la palabra y del amor. Diana lucha consigo misma; elige, invierte el orden social de la época. Es el perro del refrán que guarda y protege su huerta (palacio, herencia, cuerpo) de los deseos amorosos del hortelano. En la vida real, el personaje tuvo una hermana de barricada: Sor Marcela de San Félix, hija ilegítima de Lope. “No puedo encareceros a Marcela/ hipérbole mayor que su hermosura:/ si a la envidia deslumbra, al sol desvela” (Lope: Obras poéticas; José Manuel Blecua). Las mujeres sabias se rebelaron en nombre de Semíramis, nombre original de la reina asiria y tragedia homónima de Voltaire. Pero tuvieron que soportar el ansia de Lope (siempre Lope) con su poema El rey Nino, donde mezcló su inigualable don con la peor misoginia: “Perdieno Nino, en fin, vida honor, reino/ dijo muriendo: justamente acaba/ con muerte vil quien de mujer se fía”.

Si el Renacimiento español no iluminó Europa fue en parte porque se relegó a damas como Marcela, enorme dramaturga, hija de Micaela de Lujan, la Camila Lucinda de los versos de Lope. Nuestra leyenda negra empezó allí. María Zayas, por ejemplo, a pesar de ser admirada por genios de su tiempo no se la empezó a valorar hasta el siglo XIX, gracias a Emilia Pardo Bazán. La Zayas estuvo no hace mucho entre la veintena de autoras del seiscientos que recuperó la exposición Tan sabia como valerosa, celebrada por el Instituto Cervantes.

Una voz y un espacio para las damas

El barroco silenció a sus mujeres, mientras que la Ilustración francesa no tardó en levantar el juego de la conversación y la literatura epistolar de la mano de las madamas Rambouillet, Sévigné, Deffand, Sabré o La Fayette, todas conocidas por su nom de plume, no por sus títulos nobiliarios. Ellas fueron las protagonistas de los salones, el lugar ameno donde derrochaban sabiduría y esprit junto a sus colegas invitados, los D'Alembert, Chateaubriand, Talleyrando el mismo Saint-Évremond, el sabio amable, conocido como el Montaigne dulcificado. Francia exportó la gracia y el ideal de la conversación hasta llegar, en el siglo XX, a Marcel Proust, cuya obra favorita eran las cartas de Madame de Sévigné. Europa habló francés y sintetizó una aventura del pensamiento que va desde Montaigne hasta Voltaire. España por su parte tuvo la gloria de Cervantes, el soldado herido en Lepanto, sobrenatural inventor de la novela como género y, después de él, la luz del castellano se fue oscureciendo en Europa para crecer en ultramar.

Este verano, la 44 edición de Almagro hace justicia con la exposición de 32 pinturas realizadas por el arquitecto, escenógrafo y pintor portugués José Manuel Castanheira, con la idea de brindarles a las damas una voz y un espacio. Ellas forjaron una república feminista de las letras. En el teatro, fueron autoras consagradas y grandes empresarias teatrales reconocidas como  Angela de Azevedo y Ana Caro Mallén, y actrices célebres como La Calderona, amante del rey Felipe IV y madre  de Juan José de Austria. Ella misma interpretó a Jacinta, un personaje central en la obra de la portuguesa Ángela de Acevedo, que escribió casi toda su obra en castellano. Acevedo significó una puerta de entrada al Madrid del XVII, el tiempo de intrigas en la Corte de España ya en decadencia; habló de las tabernas donde Francisco de Quevedo compuso sonetos entre pendencias y se extendió sobre los corrales de comedias, donde las representaciones terminaban a menudo con el brillo de los aceros. Inmortalizó el Palacio Real, el Alcázar de los Austrias, que contaba con un Salón de Comedias, situado detrás del Salón de los Espejos, utilizado desde entonces para las recepciones.

Teatro donde se celebra el Festival de Almagro / EP

Teatro donde se celebra el Festival de Almagro / EP

Sor Ana de la Trinidad, subida al Carmelo por influencia de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, es un caso muy reconocible de lo que expone Castanheira en Almagro, bajo este verso-epígrafe de Ana: “Y el tiempo breve pasarás en flores”. La muestra cuenta con el  impulso del actual Instituto de las Mujeres y de la Secretaría de Estado de Igualdad y contra Violencia de Género. Ana encaja con la herencia de Fray Luis de León o de Garcilaso por su elección del soneto. En el substrato de sus aportaciones figura la pasión como sed de Dios; la autora emprende su camino hacia el altísimo, a través de los ojos de Jesucristo, el hombre de dulces párpados así piropeado por la sor: “Linces de lo profundo y escondido/ balcones del amor, centros gloriosos/ alegres palmas, triunfos victoriosos,…”; un ejemplo más del edificio carnal levantado por los místicos españoles que, sin embargo, jamás perdieron de vista el dogma de la hipóstasis trinitaria. Ana de la Trinidad tuvo una vida casi paralela a la autora portuguesa de obra bilingüe, Violante do Céu, de origen aristocrático, recluida después de un desengaño amoroso en el convento dominico de Nossa Senhora del Rosário, donde escribió sus Rimas varias (BNE) y cantó al erotismo en el más conocido Parnaso lusitano (BNE).

Obras para entretener

La verdad escénica de su tiempo reservó roles muy sorprendentes y actrices de un gran arrojo. El caso más claro es el de La Baltasara (Ana Martínez) conocida por haber abandonado los escenarios en mitad de una representación para iniciar un retiro espiritual de anacoreta. Fue en el Corral de la Olivera, en Valencia, cuando decidió cambiar la gloria y el reconocimiento de las tablas por la soledad y el silencio de una cueva. La huida de la gran actriz se sitúa en 1652, el año en que Antonio Coello, Francisco de Rojas Zorrilla y Luis Vélez de Guevara escribieron una comedia sobre su vida titulada precisamente La Baltasara.

El humor, la comedia y la soledad pudieron influir en su decisión a partes iguales, pero lo cierto es que mientras se sostuvo sobre las tablas, La Baltasara se encargó de recordar al público que casi todas las grandes obras de la literatura y en especial del teatro se habían concebido para entretener. La posteridad le dio la razón, desde Rabelais a Molière pasando por Shakespeare. No olvidemos que El Quijote, clásico por antonomasia, fue creado para divertir a la gran mayoría. Lo inventó un Cervantes decaído y viejo, al escribir sobre un hidalgo rural amable, con poco dinero, que había contraído la adicción enfermiza a los libros de caballerías.

Las mujeres del teatro áurico español entendieron el humor mejor que los hombres, incluso fueron más diligentes a la hora de admitir que las letras presentan paradojas enormes sin necesidad de emitir ningún mensaje de fondo. Fue Hemingway quien reconoció un día que sus novelas estaban carentes de mensajes y que para enviar mensajes lo mejor era acudir a la oficina de correos.

 El actor Rafael Álvarez (i), acompañado por el director del Festival, Ignacio García (d), presenta en rueda de prensa 'La luz oscura de la fe' en el ámbito del 44º Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, este martes, en el Palacio de Valdeparaíso de la localidad. EFE/JESÚS MONROY

 El actor Rafael Álvarez (i), acompañado por el director del Festival, Ignacio García (d), presenta en rueda de prensa 'La luz oscura de la fe' en el ámbito del 44º Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, este martes, en el Palacio de Valdeparaíso de la localidad. EFE/JESÚS MONROY

La militancia política por la verdad y su enorme bagaje intelectual convirtieron a sor Juana Inés de la Cruz en la voz poética hispano-americana. Marcó la segunda mitad del XVII, en México, el país entonces llamado Virreinato de Nueva España. Le tocó un tiempo en que escribían los hombres y leían los hombres y por ello resulta extraordinario que Sor Juana haya sido la escritora más importante de la época colonialEl dominio de la moda literaria impelió a la décima musa (así la llamaron en México) hacia modelos tomados del petrarquismo, el culteranismo y el conceptismo. Fue una flecha de la hipérbole. Vivió pegada a Calderón, Góngora y Quevedo, y recibió la influencia de escritores novohispanos como Juan Ruiz de Alarcón y Carlos de Sigüenza. Para ella, el mar nunca fue una barrera; se sintió parte del mundo de los corrales de Comedia y olió las azaleas de Almagro que le mandaban por carta. Sus poesías galantes rozaron una base amorosa camino del barroco, pero sobre todo Juana Inés significó un puente entre la colonia y la Ilustración; ella compartió el gusto afrancesado por la razón y la expresó sobre el modelo culterano, tres siglos antes de que llegaran los cubanos Lezama Lima y Alejo Carpentier. En la universidad sufrió el mismo rechazo que sus colegas hispanas y tuvo que buscar refugio y gozo en un convento mayor de la Orden de San Jerónimo. Pero su clausura tampoco fue una barrera: la celda de Juana se convirtió en sus últimos años de su vida en un hervidero de visitas rendidas por los mejores. En la muestra de Almagro, Castanheira expone en vitrinas dos obras cumbre de Teresa de Ávila: Castillo interior y Las moradas y un tomo de poemas de Inés de la Cruz.

La vanguardia femenina del Siglo de Oro necesitaba la construcción de un ecosistema donde pueda y deba suceder todo aquello que ellas escribieron. Las divinas silenciadas no precisan metáforas; se rigen por los desplazamientos de la metonimia, base de un risueño juego lingüístico. Ellas fueron una vez la fuente del idioma hecho naturaleza; obligadas a caer fuera de sí mismas. Y así, arrinconadas, descubrieron al genio del lugar: las palabras que hay debajo de cada palabra.