Tàpies, cien años
La conmemoración del centenario del pintor catalán sirve para poner en limpio su trayectoria artística, que lo situó en el pelotón de los vanguardistas periféricos en un singular viaje desde la transgresión a la tradición
14 enero, 2024 19:00En un rápido barrido por aquella tribu de creadores que quiso renovar el arte español en la segunda mitad del siglo XX, el eco de Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) se impone como referencia indiscutible. Porque él estuvo en el centro mismo del vendaval del informalismo –junto a Manuel Miralles y Antonio Saura–, con el que pretendían depurar un país que aún no era potable. Desde esos códigos, el pintor y escultor catalán armó un lenguaje insurgente, cuajado de trazos inéditos, tomados de Ramón Llull y del surrealismo, de Jung y de san Juan de la Cruz, del povera, de la abstracción y el minimalismo, sin desviarse del camino de sus intuiciones.
Bien es cierto que hasta allí se encaramó contra todo pronóstico, impulsado desde una cama –a los diecinueve años le diagnosticaron una tuberculosis pulmonar por la que llegó a recibir la extremaunción de manos de un sacerdote tras un período de agonía–, con la misión de abrir nuevas veredas. Y lo hizo a su manera, con el magnetismo de los seres intensos. Haciendo acto de presencia en la escena con ímpetu radical hasta levantarse como una de las figuras más potentes e iluminadoras del arte (catalán) contemporáneo. “Busco disfrutar del misterio, no pelearme con él”, declaró en alguna ocasión Tàpies, quien manejó una idea del arte como amplificador de la conciencia.
El itinerario de Antoni Tàpies tiene, por tanto, mucho de potencia experimental. Desde el inicio fue olfateando aquí y allá, encontrando tradiciones y actitudes que asimilar para avanzar más lejos en su aventura hasta que su obra acabó por ser exactamente límite. Donde colisionaban el signo, el objeto y el alfabeto. La pintura, la materia y las palabras. De ahí que en lo suyo abunden las geografías esenciales, los cuerpos adivinados y las cruces frotándose. Nada de eso, sin embargo, se aprecia hoy con claridad. Lo que queda de él es una imagen difusa, venida a menos, como si hubiera perdido su papel principal para quedar incluido en el pelotón de los vanguardistas periféricos que triunfaron en la década de los sesenta.
Porque el caso Tàpies define a la perfección los malabares de la fortuna artística. A los cambios en los gustos y las predilecciones del público y de la crítica se le ha sumado el paulatino desinterés de los museos por una obra que hoy se juzga, por lo general, hermética, casi extemporánea, sin conexiones relevantes con el mundo actual. Ni siquiera la reflexión que emprendió sobre la materia y el uso que hizo en sus trabajos de la cuerda, el cartón y la arena lo han traído de vuelta ahora que muchas prácticas artísticas han puesto el foco en el medio ambiente, la naturaleza y el reciclaje. Él, que encarnó en buena medida la fórmula de la transgresión, ha quedado encajado en la tradición para los nuevos nombres del arte.
En paralelo, la fundación que lleva su nombre ha permanecido en stand-by los últimos tres años. Sin director tras la salida pactada de Carles Guerra en enero de 2020, su programación quedó en manos de la gerencia hasta el nombramiento, el pasado junio, de Inma Prieto, procedente del museo Es Baluard de Palma de Mallorca, con el propósito fundamental de revitalizar la institución al calor de la efeméride. En esta etapa se ha registrado una notable caída de los ingresos (subvenciones al margen, que alcanzan más del 50% del presupuesto total) generados por las actividades propias y las visitas, pasando de las 44.290 en 2019 a las 19.608 de 2021, cuando las restricciones de la pandemia ya habían quedado atrás.
Su centenario es, por tanto, una ocasión para la puesta en limpio del artista. Al menos, hacia esa dirección parecen encaminadas las actividades del Año Tàpies, cuyo diseño ha recaído en buena medida en el actual asesor del Departament de Cultura de la Generalitat, Manuel Borja-Villel, quien escribió su tesis doctoral sobre el pintor y ocupó la primera dirección artística de su fundación, entre 1990 y 1998. El exdirector del Museo Reina Sofía echó a rodar en septiembre en el Museo Bozar de Bruselas la retrospectiva Antoni Tàpies. La práctica del arte, con más de 120 pinturas, dibujos y esculturas. La muestra viajará más rotunda –223 obras– al centro artístico madrileño en febrero para rematar, ya en julio, en la institución que lleva su nombre en Barcelona.
Es la punta de lanza de una programación que aspira a traer de vuelta a Tàpies, en un intento de otorgarle actualidad a una amplísima obra –compuesta por más de nueve mil piezas, según su catálogo razonado– basada en el gesto y el símbolo y en el empleo de elementos modestos. Se trata de encontrarle la hazaña creativa a un artista de ánimo introspectivo y honda espiritualidad que trabajó obsesionado por una serie de temas y objetos, a la par que se aferraba a la experimentación continua de materiales y formas. Su pintura es una intensa caligrafía que encontró su mejor vitamina en el informalismo tras hacer parada, por un breve período, en el surrealismo.
Encajado en una familia burguesa e ilustrada, Tàpies transitó ideológicamente desde un fervor juvenil por el falangismo al acercamiento a los postulados de la izquierda que, a partir de la década de los sesenta, acabaría liderando el activismo democrático en España. Sin ir más lejos, el periodista Josep Massot da detalles, en su libro Joan Miró sota el franquisme (1940-1983), de una fotografía de Antoni Campañà en la que el pintor aparece con quince años ataviado con el uniforme de Falange junto al obelisco levantado el 1 de mayo de 1939 en la plaza de Cataluña en memoria de los soldados sublevados fallecidos en la Guerra Civil y de cómo el artista trató de hacerla desaparecer de los archivos del periódico La Vanguardia. Dicho trabajo también da cuenta de que su padre, Josep Tàpies Mestres, declaró el 5 de junio de 1940 en el proceso contra Lluís Companys.
De igual modo, su nombre aparece entre los nombres seleccionados por las autoridades culturales de la dictadura –junto a Chillida, Oteiza, Millares, Antonio Saura y Modest Cuixart– para participar en el Pabellón de España de la Bienal de Venecia de 1958, donde el régimen quiso dar a conocer a los jóvenes valores artísticos de vanguardia como señal de apertura. Tàpies fue uno de los primeros en desmarcarse de esta estrategia, negándose a que sus obras se mostraran en exposiciones internacionales. Su compromiso quedó definitivamente orientado hacia posiciones antifranquistas con su participación en 1966 en la Caputxinada, en Sarriá, donde se debatió la creación de un sindicato democrático universitario.
Como resultado de aquella acción, Tàpies acabó en prisión. En ese momento, se entregó a redactar una autobiografía, que no vio la luz hasta 1977, Memoria personal, donde dejó descifrada la genealogía de encuentros y desencuentros, de hallazgos, de vivencias, de enfermedad primera, de hallazgo y trabajo con modales de tibetano entregado a la alquimia de sus propias ideas. Otros trabajos de carácter ensayístico como La práctica del arte, El arte contra la estética, Valor del arte y El arte y sus lugares sirven para arrojar algo de luz a ese complejo territorio de aristas, pliegues, esferas, ceremonias palpitantes que encierra su trabajo. La lección múltiple de su forma de decir.
Por lo demás, en el tablero de juego creativo, Tàpies perteneció a la cofradía inconforme de Dua al Set, donde formó grupo con el poeta Joan Brossa, el filósofo Arnau Puig y los pintores Joan Ponç, Modest Cuixart y Joan-Josep Tharrats, bajo el andamiaje teórico de Juan Eduardo Cirlot. Igualmente, en la década de los cincuenta, marchó a París con una beca del Instituto Francés para conocer a los viejos de la tribu. Allí visitó a Picasso y a Miró, con quienes entabló una trabada amistad mientras la modernidad le iba revelando al oído algunos de sus secretos. Abrió su primera exposición en 1950 en las Galeries Laietanes de Barcelona, pero ya en 1953 debutó en Madrid (Galerías Biosca) y en Nueva York, en la galería de Martha Jackson, con la que permaneció en contacto y que contribuyó a la difusión de su obra en Estados Unidos.
Las décadas de los sesenta y setenta fueron los grandes años de Tàpies en la adquisición de una reputación internacional. Las exhibiciones se sucedían en Europa y Norteamérica, con hitos como sus primeras retrospectivas en el Museo Guggenheim de Nueva York (1962) o en la Kunsthaus de Zúrich (también en 1962). A lo largo de ese período, su obra no tardó en exceder el ámbito de la pintura y dio lugar a creaciones escultóricas mientras continuaba con su intensa dedicación a la obra gráfica en todas sus modalidades (litografía, aguafuerte), la cual constituye uno de los mayores apartados de su voluminosa producción.
Tàpies recibió en vida todos los honores con que se puede homenajear a un artista, incluyendo el Premio Príncipe de Asturias de las Artes (1990) y el Premio Velázquez (2003), galardón que se le otorgó “por su extraordinaria trayectoria artística, de resonancia nacional e internacional, y porque constituye uno de los valores más firmes del arte contemporáneo”. Entre sus exposiciones hay cabida para una retrospectiva en la Galerie Nationale Jeu du Paume de París (1994), otra en el Guggenheim de Nueva York (1995) y dos en el Museo Reina Sofía de Madrid (1990 y 2000), donde retornará en las próximas semanas en una de las citas más relevantes del centenario
Al final de sus días, Tàpies, una vez que abandonó los balbuceos de quien busca su lugar, escogió quedarse bajo los cuidados de Teresa, su mujer/talismán, en la casa taller que el arquitecto José Antonio Coderch le diseñó en el barrio barcelonés del Farró, un espacio aparentemente estático para investigar las posibilidades de la pintura desplegada en una sola línea, de la partitura que también podía ser el itinerario de un cuadro, de la papiroflexia de formas inexploradas, siempre nuevas. Sin fondo, sin final: “Dudar es el camino más próximo al acierto”, apuntó. No hace tanto. Casi a la vuelta de cien años.