La ambigüedad de la música

La ambigüedad de la música FARRUQO

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‘Al son de la utopía’ de Michel Krielaars o la ambigüedad de la música

El historiador holandés explora el mundo creativo de los grandes músicos rusos del pasado siglo en un ensayo, publicado por Galaxia Gutenberg, que relata la persecución del régimen soviético contra muchos de sus mejores artistas

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La tragedia criminal que todo lo tritura y lo convierte en sémola hedionda tiene a su vez la capacidad de sembrar la historia de verdades. Esto es Al son de la utopía de Michel Krielaars(Galaxia Gutenberg), el libro triste y luminoso de los grandes músicos rusos del siglo XX, desde Shostakóvich a Prokófiev, y de intérpretes eternos, como Rostropóvich,  Richter o Mireya Yúdina, perseguidos, humillados o asesinados bajo el régimen soviético de Joseph Stalin y sin embargo capaces de entregar a la humanidad lo mejor de la música de la pasada centuria.

La mano siniestra de Stalin, amante de la música pero insobornable en su mal gusto, proyectó su sombra criminal sobre un grupo de genios que soñaban con tocar el piano a media tarde, tomando té y charlando en el cenador de un frondoso jardín chejoviano; pero que, al final de cada soirée, volvían a casa en la fría noche de Moscú, enfundados en abrigos raídos y bajo el terror de ser observados por la policía política del tirano. 

Eran autores de partituras sin dueño, partícipes de algún Concierto para piano de Chaikovski en la Gran Sala del Conservatorio de Moscú, sin saber, como le ocurrió a Sviatoslav Richter, que su padre había sido ejecutado en su Odesa natal. Y fue precisamente en Odesa, la perla llorada del Mar Negro, donde la ópera marcó para siempre a  Richter, después de ver un Turandot de Puccini sentado el foso de la orquesta. Richter nunca llegó a saber que él se había salvado de la muerte, gracias a otro músico, Emile Guilels, conocido como el pianista de Stalin, que intercedió por su vida con el apoyo de Sostakóvich.

Richter tuvo tres maestros; su padre, Wagner y Neuhaus, quien aconsejaba a sus alumnos a que pensaran en una flor a punto de eclosionar, antes de empezar a tocar una pieza de Debussy. Neuhaus introdujo a Richter en la dacha cosmopolita de Boris Pasternak, cuando el escritor estaba inmerso en la escritura de Doctor Zhivago.

'Doctot Zhivago'

'Doctot Zhivago'

El mundo demasiado bello, que conocieron en su infancia aquellos artistas de la antigua URSS, se hundió para siempre en el hielo de la indiferencia. Algunos de los que no consiguieron el exilio lograron sobrevivir utilizando la capacidad polisémica de su arte -la infinita ambigüedad de la música clásica- ante la fuerza bruta del bolchevismo, un movimiento nacido virgen, pero convertido en indigno. Así lo aclamó el gran poeta Vladimir Mayakovski en su Orden al Ejército del Arte: “¡Las calles son nuestros pinceles! ¡las plazas, nuestras paletas! ¡Sacad los pianos a las calles!”. Pero ya era demasiado tarde; la leva reptiliana de aquel Kremlin iba a llevarse por delante al futurista del manifiesto titulado La bofetada al gusto del público.

En el transcurso de los años, a donde no había llegado el KGB llegaron sus manos: en 1930, Mayakovski se suicidó, atrapado por el psiquismo enfermizo de las pesquisas autoritarias y pasto de su anhelo revolucionario, el de un inocente al que el poder contagia el vago temor del autoinculpado. Los compositores, solistas y otros artistas de los mismos años expresaron la angustia de la mente rusa, químicamente pura, la misma que Dostoievski infundió a sus personajes literarios. 

En Al son de la utopía, el neerlandés Michel Krielaars, pone en la memoria de su yo narrativo, corresponsal en Moscú del diario Handelsblatt, la música de compositores como Alfred Schnittke, que después de la Perestroika, estrenó en Àmsterdam, bajo la dirección de Mstislav Rostropóvich. El gran violoncelista, amigo de Pau Casals, olvidó por un día la tragedia y cambió el chelo por la batuta. Los aplausos y gritos en lengua rusa, en la capital de Países Bajos, fueron un compendio entre la legítima nostalgia y la calidad de la música esparcida por el mundo a partir de Moscú; en la música de Schnittke destaca la conjunción entre el dolor político y la enorme cercanía de los sones nacidos al amparo de la patria del escritor Ivan Turgueniev. 

La música expresa mejor que cualquier otro arte el dolor del alma, el frío de corazón y la carcajada nacida del estómago, tal como la sienten los personajes de Gogol; la sienten sin explicárselo a través de una pluma, algo olvidada del gran autor ruso. La música alivia del corazón a golpe de nota; no hincha la ignorancia de elocuencia, como les exigía Nabokov a sus alumnos en Cornell. La música es un salto germinal hacia el espíritu, con ejemplos casi inexpresables como la calidez tonal de Dimitri Sostakóvich o el teorema perfecto de Stravinski. Por lo que se refiere a los músicos rusos bajo la indolencia del palo y la zanahoria, lo mejor que puede decirse de ellos es que no hicieron  trampa; amaron la vanidad y detestaron la impostura; hicieron suya la carta de Flaubert a su amante: lee solo cinco libros, pero hazlo hasta el fondo.

'Al son de la utopía'

'Al son de la utopía' GALAXIA GUTENBERG

Los cerebros que vivieron bajo Stalin no olvidaron nunca  que el complemento perfecto de un compositor era la interpretación, el momento de la transmutación entre la partitura y el son. Lo ha escrito con pulcritud Andreu Jaume contando el primer encuentro del director español Xavier Güell con el maestro Leonard Bernstein, en Boston. Bernstein se presentó ante sus alumnos, se sentó en el piano sin mediar palabra y tocó tres acordes de la III Sinfonía de Mahler. Después dijo: “Yo soy Mahler”. El director tiene que arrancar el alma del compositor y hacerla suya. Este hecho real concentra el cráter emocional del libro Shostakóvich contra Stalin (Galaxia Gutenberg), escrito por Xavier Güell, la tercera entrega de El cuarteto de la guerra del mismo autor.

El arte bajo un sistema ideológico cerrado a cal y canto explica en parte el alma rusa y el gusto exagerado de millones de personas por el binomio música-silencio. Como punto de partida, los compositores en la antigua URSS eran intocables; se les consideraba dioses. Sin embargo, muchos de ellos fueron condenados a los campos de trabajo o ejecutados. No se trató de una limpieza étnica como la realizada por Stalin contra los 1.500 escritores ajusticiados con penas de muerte. La música no fue asesinada a mansalva, pero tuvo que soportar su entrada en el imaginario del realismo social: “Tuvo que renunciar al consuelo, la belleza o el entretenimiento”. Se le bloqueó el acceso a los dulces pianos, a las tardes de ensueño de Anna Karenina junto al conde Vronski, oficial del zar. Fueron cercenados intelectualmente y, sin embargo, sus composiciones derraman belleza.

En la Rusia actual quedan solo los rastros de la ocupación dogmática bolchevique en las estancias íntimas de un tiempo de anocheceres celebrados con los dedos en el teclado. Los entreactos de creación y espanto se fueron minimizando. La oficialísima Unión de Compositores refugió a cerebros como Samuil Samosud, Vano Muradeli, Vainberg o Anatoli Aléksándrov. Cuando Jrénnikov empezaba su ópera Pedro el Grande, encargada por el Ejército Rojo, Moscú ordenó la evacuación a los Urales de los músicos a los que Stalin tenía en nómina, para protegerles bajo sagrario. En el mismo tren de frío, paja e insalubridad, los bailarines del Bolshói coincidieron con los compositores destinados a trabajar en favor de la causa: Kabalevski, Shebalín Jachaturián y Shostakóvich. La estatua en bronce de este último, levantada en Samara, es todavía hoy un vestigio solitario, junta al bunker de Stalin que se mantiene todavía, como una fachada Potemkin, amago del poder amenazante.