Cien veces Brossa
El centenario de Joan Brossa ahonda en un creador sin molde que perpetró una de las experiencias más transformadoras del siglo XX. De todo lo que tocó hizo poesía
22 junio, 2019 00:05Resulta difícil dejar a Joan Brossa colgando apenas del apelativo de poeta. Es decir: ceñirlo sólo a la servidumbre del poeta, a su rigidez a veces superlativa. Porque en este hombre coincidieron de forma fabulosa muchas energías que no se adaptan a un molde concreto. Ahí está, por ejemplo, el dinamitador de convenciones literarias, el generador de poemas poderosos, el improvisador de mundos inéditos, el reventador de lógicas absolutas, el artificiero de la ironía como inteligencia, el arquitecto de un jardín casi infinito de objetos descosidos de su destino. En cualquier caso: Joan Brossa.
Pocos autores han resistido igual hacer cumbre en los cien años sin tener que ponerse a justificar obra. Porque él fue un todo donde la vida se subleva y reaparece por la más insólita de sus costuras. Un poeta –ahora sí– con una estela de discípulos que no se le parecían en nada. De ahí que, a la vuelta del siglo, su vida tenga aún algo de misterio y su producción sea un deambular por las diversas maneras de hacer de la palabra un espacio de colisión: “Si no pudiera escribir, en los momentos de euforia sería guerrillero; en los de pasividad, prestidigitador. Ser poeta incluye las dos cosas”, anotó en el texto Fases.
Al rastrear su biografía sorprende que hasta en su nacimiento haya algo de carambola. Lo depositaron sobre el mundo el 19 de enero de 1919 en Barcelona, en la calle Wagner, su compositor favorito. El padre, artesano grabador, lector asiduo del periódico La Veu de Catalunya, ejercía por afición de tramoyista en el Ateneu de Sant Gervasi, donde conoció a su esposa, más distante y fría en la memoria del niño. Entre sus recuerdos de primera hora, la caja de juegos de mesa de Agapito Borràs, el parque de atracciones del Tibidabo y las sesiones de cine con la abuela los jueves por la tarde.
A lo que fue el zarpazo de la Guerra Civil en el adolescente lo adornan, para colmo, un gesto insólito y un carrusel de coincidencias –otra vez– que acabaron por salvarle la vida. De lo primero se sabe que fue echarse a escribir al no tener con quién hablar bajo el silbido de las balas. Inevitablemente, lo acabaron por nombrar comisario de cultura en su batallón. De lo segundo queda un increíble episodio: al parecer, estaba de guardia cuando oyó una voz que le llamaba. Acudió a ella y, pese a que la buscó, no encontró a nadie. Instantes después, un mortero cayó en el lugar que había abandonado.
A ese extravío de cuna y de juventud hay que sumarle que Brossa asumió en plena posguerra el camino de la vanguardia en un país amurallado. Sintonizó pronto con Joan Miró y J. V. Foix, quien le dio un consejo decisivo: que, sin abdicar de su estética, aprendiera a escribir sonetos. También puso a rodar la revista Dau al Set, en la que se alistaron los pintores Joan Ponç, Antoni Tàpies y Modest Cuixart, el filósofo Arnau Puig y Joan Josep Tharrats, que ejerció de impresor y editor. Posteriormente, el poeta y crítico Juan-Eduardo Cirlot se unió a este grupo de ánimo minoritario y revolucionario.
Además, bien temprano, Brossa orbitó alrededor de João Cabral de Melo, quien lo acercó al marxismo y publicó su primer libro, en realidad, una plaquette con siete sonetos pertenecientes al libro Sonets de Caruixa (1949), estampados con una Minerva que el escritor y diplomático brasileño tenía en su casa. “Contrariamente a casi toda la poesía catalana actual, preocupada siempre por el vocablo noble, poco corriente, erudito o arcaico, era en la realidad más humilde, en el léxico de cocina, de feria de plaza y de fondo de taller donde Brossa iba a buscar el material para elaborar sus complicadas mitologías”, adivinó Cabral en el prólogo del libro Em va fer Joan Brossa (1951).
Desde ese momento, Joan Brossa iba a resultar un poeta exigente por cercano. Nunca fácil, sino incitador. La suya fue una escritura que tenía en lo fortuito una de sus raíces. Zarandeó las convenciones y alcanzó lo que André Breton llamó “el principio, tan legítimo, del rechazo al trabajo”. De ahí que, como recuerda Pere Gimferrer en la antología Las piedras hablan (Galaxia Gutenberg, 2003), “su única actividad remunerada, aparte de escribir poesía (remunerada sólo cuando llevaba a cabo libros de bibliófilo con Miró o Tàpies), fue, durante la época franquista, la venta de libros prohibidos”.
Claro que, vistas a todo lo largo, su existencia y su obra tienen como vínculo umbilical la cartografía extravagante que acumuló. Y una arrojada exploración de lo diferente. Así lo señaló, con puntería, Manuel Sacristán en el prólogo de Poesia rasa (1970), la reunión de sus diecisiete libros escritos entre 1943 y 1959: “Se puede ser, como lo es Joan Brossa en Cataluña, paradigma a la vez de vanguardismo y de anacronismo; para esto es suficiente con una tozuda fidelidad a lo que uno cree asunto propio, y con una resuelta negativa a las solicitudes de las modas culturales e ideológicas”.
Durante décadas se supo que estaba ahí, en su estudio, por las mañanas trabajando o destrabajando en sus cosas, pero sin dejarse ver; o en la filmoteca, con rigurosa puntualidad, por las tardes. Había optado no por el silencio, sino por el callar, y el desaparecer, y el reír del qué dirán. Pero, a ratos, algo de él regresaba en cualquier formato posible, trotando en el mismo estribo que Duchamp y sus ready-mades, en la misma coordenada que Nicanor Parra y su antipoesía. Buscando las intersecciones y los puntos de fuga del sentido; jugando a lo feliz de profesar la magia sin cautelas.
Porque él provenía de lo insólito: en los versos, en las piezas teatrales, en los guiones cinematográficos, en los poemas visuales… Y, de ahí, se instaló a perpetuidad en el carril del asombro. Así, fue capaz de poner medallas militares a una azada, cerrar con un candado una carta de naipes, hacer rodar a un ciclista por el filo de un cuchillo, colocar una enorme cucaracha sobre un billete de tren emitido el 18 de julio de 1970, rematar unos grilletes con un brazalete de diamantes o tapar parcialmente con un huevo frito una hostia sagrada y llamar a aquel delirio Eclipsi (Eclipse). Sencillamente.
Al poco, la escritura de Joan Brossa, sus collages, sus trabajos de poesía visual, sus cachivaches sobrados de audacia, atrajeron la atención de los grandes centros artísticos. Joan Brossa o les paraules són les coses abrió fuego en 1986 en la Fundación Miró, institución que retornó a él quince años después ampliando el foco a su cine, su teatro y sus instalaciones con Brossa o la revolta poètica. El Reina Sofía de Madrid confirmó su honda huella en el arte español al firmarle una retrospectiva en 1991 y, más recientemente, el Macba se adentró en su astillero creativo con Poesia Brossa (2017).
En esa misma onda se halla la exposición La xarxa al bosc. Joan Brossa i la poesia experimental, 1946-1980, la apuesta de la fundación del poeta en su nueva sede de La Seca de Barcelona para celebrar el centenario de su nacimiento. Armada con más de 200 piezas, la muestra, que permanecerá abierta hasta el 29 de septiembre, viene a situarlo en la nueva astronomía artística de la poesía experimental mientras seguía trabajando, sin salir de su cuarto, en lo que iba a ser su obra, agitando la poesía visual, el teatro, los poemas-objeto y los transitables, las sextinas o el cine.
Buena parte de la artillería del Any Brossa transita luego por la vertiente editorial, donde el creador aún está por anudar. Se trata, principalmente, del catálogo razonado de su poesía visual y la edición al completo de sus piezas teatrales, así como las recopilaciones Poemes transgredits (Nórdica) y la Antología de poemas visuales (Visor). Pero acaso ninguna proporcione la sorpresa que dispensó en 2013 la publicación de Prosa competa i textos esparsos (RBA), que exprimió a lo largo de más de setecientas páginas la producción de Brossa, incluido un buen cargamento de inéditos.
De lo que ahí sale se puede concluir que Brossa navegó contra el viento con el menor ángulo posible y perpetró una de las experiencias literarias más transformadoras del siglo XX en España. Huroneó por mil frentes distintos sin perder la autenticidad de no dejar de ser quien quiso. Sólo creyó en su obra, que es en sí otra contradicción. Pero a esos bandazos y hallazgos se debe su contundente riesgo. “Yo no me considero un poeta de vanguardia, sino un poeta de mi tiempo. Lo que ocurre es que hay gente atrasada que a un tipo de su tiempo lo llaman vanguardista”, aseguró en Madrid en 1991.
En los últimos años de su vida le colgaron innumerables premios, aunque ninguno como la pensión que le pasó el Ayuntamiento de Barcelona a cambio de la donación de su obra. Con todo, evitó como un virus cualquier afectación. Gastaba el ego de los carentes de vanidad, que propone otra forma de protagonismo. A las 10.30 horas del 30 de diciembre de 1998 falleció en una habitación de hospital atendido por su inseparable compañera Pepa Llopis tras una mala caída que le agotó la salud. Cuentan las crónicas que, por voluntad expresa del poeta, nadie ocupó la primera fila en su funeral.
Al cruzar la meta de los cien años podría decirse de Joan Brossa que es uno de los poetas principales menos conocidos. Alguien muy bien acondicionado para propiciar maravilla con las palabras, para lanzarlas más lejos que la vida. En conclusión, él es una de esas piezas de puzzle que no encaja con ninguna otra, pero resulta imprescindible. Un escritor con ánimo de profeta de su propio delirio controlado. Cercano, incluso inmediato. Sólo tenía un consejo: “Mírate a fondo, afirma siempre el ser / y aprende: nada más puedes hacer”.