Miguel Bosé, cantante
¿Cuándo se le fue la olla?
Que el cardenal Cañizares diga que la vacuna contra el coronavirus se está fabricando a base de células de bebés abortados no sorprende a nadie y entra dentro de lo que la iglesia católica considera normalidad: en España, los curas pueden soltar las mayores gansadas gratis total, aunque no tengan base alguna. Lo que ya es más raro es que alguien como Miguel Bosé, desde su exilio mexicano en compañía de los dos niños que hizo con sus manitas --bueno, no exactamente, ustedes ya me entienden-- y que de los otros dos se ocupe su ex novio, se apunte a la conspiranoia y la emprenda contra Pedro Sánchez y Bill Gates, quienes, como él ha descubierto, planean, con la excusa del virus, incrustarnos a todos un microchip (o microchís, según Cañizares) para tenernos controlados y saber siempre donde estamos y lo que hacemos. Hasta ahora, Bosé se había dedicado a la defensa de causas nobles, actividad perfectamente compatible con ocultar dinero a Hacienda, pero ahora se nos ha puesto realmente trascendente y, de momento, ya ha conseguido el apoyo y la solidaridad de otro gran pensador español del siglo XXI, Enrique Bunbury. Ya solo faltan un par de nombres de peso --Sandro Rey y Aramís Fuster, ¿tal vez?-- para que las teorías científicas de Bosé obtengan el eco que merecen.
¿Por qué se zumba la gente? Es algo que siempre me pregunto. Bosé ha grabado un montón de discos, ha sido (y puede que aún lo sea) una estrella en España y en Sudamérica, y no necesita meterse en fregados como el del microchip del perverso Bill Gates, a cuya fundación acusa también de no ser lo que aparenta, incluyendo así a Melinda, la esposa del magnate. Si lo hace es porque siente la urgente necesidad de comunicar a la humanidad algo que le parece fundamental, como esos pobres infelices que aseguran haber sido abducidos por los alienígenas y se pasan la vida intentando convencer a todo el mundo de que no están locos.
Miguel Bosé se ha hecho rico con unos discos mediocres y sobreproducidos, como los peores de Bryan Ferry, en los que de vez en cuando se colaba algún hit (Amante bandido, Sevilla). Si quería ser el David Bowie español, es evidente que no lo logró. Y todas esas influencias familiares de las que siempre habla y que van de Fellini a Orson Welles no parecen haberle servido de gran cosa. En cualquier caso, su producto, que a mí me resulta inaguantable, ha funcionado entre un público lo suficientemente amplio como para permitirle llevar una buena vida. Le perdonamos que, a su edad, que es la mía, insista en pintarse los ojos de negro, pero preferiríamos que nos ahorrara sus burradas seudo científicas y se las dejara al cardenal Cañizares y demás padres de la Iglesia, que resultan si no más convincentes, sí más coherentes con las tradiciones y manías propias de su secta.