Seguir cuando todo se para, con el horno encendido, entre sacos de harina y masas fermentando. El monólogo final de The Big Kahuna reza que “es probable que los problemas más serios que te surjan en la vida sean cosas que ni se te pasaron por la cabeza, de esas que te sorprenden un martes cualquiera a las cuatro de la tarde”. Fue un viernes cualquiera, el 12 de febrero de 2020 cuando se canceló el Mobile World Congress. Esa fue la señal que puso en alerta a Georgina Crespo, al frente de la Fleca Balmes de Barcelona. Un mes después, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia del Covid-19, y dos días más tarde, Pedro Sánchez anunció un Consejo de Ministros extraordinario para decretar el estado de alarma.
Un sábado, el 14 de marzo del año pasado, el presidente del Gobierno especificó que duraría 15 días, que acabaron siendo casi ocho meses. Una comparecencia que siguieron unos 17 millones de espectadores --cerca del 80% de la cuota de pantalla-- por una veintena de canales. Había que quedarse en casa para frenar los contagios. Confinamiento para todos, excepto para los trabajadores esenciales. En primera línea: los sanitarios, pero junto a ellos muchos más: policías, empleados de supermercado, conductores de transporte público, vigilantes municipales y también los panaderos.
“No queríamos llevar el ‘bicho’ a casa”
Para algunos, como Magda Resina, que está al frente del Consum de Martorell, la declaración del estado de alarma supuso un “alivio”, pero solo momentáneo. “Los días previos fueron un caos de clientes vaciando las estanterías. Teníamos que racionar los productos. No nos cansábamos de decir que no faltaba nada, y que la mercancía seguía llegando, pero daba igual”, rememora. La aparente calma no duró mucho. “Poco después nos entró el miedo. No somos sanitarios ni policías, no queríamos llevar el bicho a casa”, explica. Y es que en aquellos días casi nadie contaba con elementos de protección.
La misma situación que relata Juan Luis García, conductor de autobús en Barcelona. “Seguíamos trabajando, pero no teníamos medidas de protección. Absolutamente nada. Ni gel, ni mascarillas, ni plásticos —con los que luego cubrieron sus cabinas—. Los usuarios entraban por la puerta delantera y estábamos totalmente desprotegidos. Lo pasamos muy mal en esa época”, lamenta. Había poca información sobre la enfermedad y él, al volante de la línea 202, se lanzó a la búsqueda de tapabocas por su cuenta, al igual que otros compañeros. Las que se vendían por internet iban a precio de oro. “Fui a varias farmacias y no pude conseguir ninguna. Al final mi cuñado, que trabaja en una empresa de limpieza, me dio dos”, agradece. Describe aquellos días con “miedo, angustia y nervios. No sabíamos si podíamos estar contagiados y contagiando”.
El confinamiento entre sacos de harina
“Nos quedamos en shock cuando el reparto se paró en seco”, explica la panadera. Se quedó sin sus dos canales de distribución: primero restaurantes y luego hoteles. La tienda seguía funcionando, pero su enclave, entre despachos, bancos y una universidad, en el Eixample barcelonés, hizo que la clientela cambiase sus hábitos de consumo. “Ya no compraban una barra diaria, sino panes muy grandes para no tener que venir cada día”, detalla.
El temor al virus hizo que Georgina impusiese el confinamiento a su padre y mentor en el arte del amasado, Eduard. “Nos costó convencerlo, pero al final cedió”, cuenta. Ella, junto a otros dos panaderos, se quedó al frente del negocio familiar. Sus turnos no coincidían: uno se encargaba del horneado nocturno — “para tener pan a primera hora”, y otro del amasado diario para permitir el reposo, de 24 horas en su caso. Ella se incorporaba por la mañana, y al frente de la tienda, de cara al público, una dependienta.
Distancia, gel y mascarilla
“Fue algo caótico. La gente estaba muy nerviosa. La compra de papel higiénico era algo exagerado —que aún no acabamos de entender—, y el alcohol --desinfectante-- parecía un producto de primera necesidad. Llegaban las cajas y el mismo día se agotaba. Lo teníamos que racionar, también limpiadores y guantes”, rememora Héctor Corpa, al frente de un Plusfresc en Lleida. Su labor pasaba por “tranquilizar” a los clientes, y transmitirles que no había desabastecimiento. “No compraban como un día normal, cargaban de todo ‘por si acaso’”, detalla.
Al igual que muchos trabajadores esenciales, afrontaron las primeras semanas sin medidas de protección. “No teníamos nada. Fueron tiempos de angustia, algunos compañeros tuvieron ataques de ansiedad. Fue duro y complicado anímicamente”, cuenta Corpa. Su miedo —el de muchos—, contagiar a los suyos: “Yo puedo cogerlo, pero si lo cojo yo, y más o menos lo paso, vale, pero mis hijos y mis padres no”. Luego llegaron las medidas de prevención: distancia, gel desinfectante, mascarilla y pantallas en las cajas. “Ahora hay más tranquilidad, pero en cuanto hay un posible caso vuelven a saltar las alarmas, aunque no es lo mismo que hace un año”.
En primera línea
De aquellos días, los que sí eran “caóticos”, recuerda como la soledad empujaba a algunos ancianos a acudir casi a diario a la tienda, “pese a ser los de mayor riesgo”. También el ritual que ya ha incorporado a su rutina: la desinfección constante. “Mi mujer y yo trabajamos en el mismo sector y tenemos contacto con mucha gente a diario. Ahora seguimos las mismas restricciones que al principio. ¿Puede ser excesivo? Bueno, así estamos más tranquilos, cuantas menos probabilidades [de enfermar], mejor”, señala.
Esenciales y, en muchas ocasiones, vitales, han sido también los guardias y vigilantes municipales. Los primeros en acudir a llamadas de emergencia en la llamada Cataluña rural, aunque luego no aparezcan en las noticias. Uno de ellos es José Luis Bermúdez, también portavoz de la AGAVM. “Trabajo en un pueblo de 1.000 habitantes. Uno de los días de confinamiento, me activó el 112, porque unos vecinos escucharon que una anciana daba golpes en la pared, como si le pasase algo. La mujer tiene 96 años. Se había quitado la alarma de la teleasistencia, se había caído en el lavabo y necesitaba ayuda. Activamos al SEM y a los bomberos. Mientras llegaban, localicé al nieto de la señora, que vive cerca y tiene llave. Entramos y la ayudamos. Veinte minutos después llegaron los servicios emergencias y los Mossos, pero el único que no salió en el parte de la actuación fui yo”, explica.
Esenciales en la Cataluña rural
El impreso no tiene espacio para poner el indicativo de estos profesionales de la seguridad. No se trata de tener notoriedad, sino de contar con el respaldo administrativo que les ampare en todas aquellas actuaciones en las que son los primeros en intervenir, antes de que llegue la ambulancia o la policía autonómica. Entre otras, intervenciones por violencia de género, pese a que no tienen competencias en seguridad ciudadana. “Debes intentar proteger a la posible víctima, respetar los derechos del presunto delincuente, y a eso se suma la ambigüedad, porque cuando interesa sí somos policías”, apunta Bermúdez.
La ley indica que en los municipios donde no se disponga de policía local, los agentes que tengan funciones de control de tráfico, o vigilancia de dependencias municipales, asumirán, si es necesario, la función de estos. Lo que, apunta al portavoz de los vigilantes, les deja en una situación de “ambigüedad”, que puede llevarles a una dejación de funciones si no actúan, o de extralimitación de las mismas en caso de que lo hagan. “Si pasa algo en las Ramblas en pocos minutos tienes varias patrullas de Mossos, pero si ocurre en Collbató el vigilante está solo hasta que puede llegar la policía”, recuerda.
Abril robado y último aplauso
El maestro Sabina supo en 2020 quién le había “robado el mes de abril”. Así se lo dijo a Jordi Évole, después de que su canción diese pie a una de las chanzas que ayudó a sobrellevar el encierro. A pesar de ello, fue otro el himno de los primeros meses de confinamiento, el Resistiré del Dúo Dinámico que sonó hasta la saciedad hasta que se apagaron los aplausos desde los balcones, allá por mayo pasado, aunque para algunos resulte ya una eternidad de aquello. “Todo saldrá bien”, rezaban decenas de carteles que colgaban de las fachadas, coronados por un arcoíris.
Al cumplirse un año del estado de alarma, Magda lo tiene claro: “Me quedo con las personas. Abuelos que se sentían solos y que cada día venían a comprar solo una cosa para poder hablar con alguien, o con todos aquellos jóvenes que hacían la compra para quienes no podían salir de casa”, cuenta orgullosa. Lo que más echa de menos es el contacto, la añorada “normalidad”. Compartir un café con su equipo, mirar entre varios un vídeo en la pantalla de un solo móvil, o compartir un trozo de tarta para celebrar el cumpleaños de uno de los trabajadores. “Somos gente de contacto. Lo que era rutina y ahora es impensable”, admite emocionada y es que señala, aún no se había parado a hacer balance de estos 12 meses que, en ocasiones, parecen “una eternidad”.
Besos y vacunas
“Volver a dar dos besos cuando te encuentres con alguien…eso costará que vuelva. El resto no creo que cambie. Ves gente en la calle, y crees que todavía no están del todo concienciados”, apunta Héctor. “Lo que pasa es que nos olvidamos de cómo fue porque todo ha sido muy rápido”, apostilla Georgina. Por su parte, Juan Luis, que sigue transportando a pasajeros por Barcelona, espera con impaciencia su turno de vacunación. “La empresa nos ha dicho que todavía no hay fecha”, señala.
A todas las Georgina, Magda, Héctor, Juan y José Luis, gracias.