Cada día que pasa conocemos novedades sobre el declinante devenir de la sanidad pública catalana. Casi podríamos decir lo mismo de la sanidad catalana, en general, cualquiera que sea la procedencia de los fondos que la financian. El modelo local es más mixto que en otras comunidades y resulta difícil diferenciar en muchos momentos por la interrelación que existe entre la esfera de lo público y de lo privado.

Pero quienes aspiramos a disponer de un modelo de sanidad público eficiente no queremos unas listas de espera de seis meses en los grandes ambulatorios; tampoco nos gustan los hospitales colapsados que atienden a sus pacientes en los pasillos. De hecho, nadie en su sano juicio, sea defensor de cualquier modelo de gestión, puede entender qué está haciendo el nuevo gobierno de la Generalitat, con Carles Puigdemont al frente y Toni Comín en la consejería de Salud Pública, para mejorar cualquiera de esos déficits alarmantes que denuncian las mareas y que los medios no subvencionados estamos poniendo de relieve día tras día.

Que el gobierno actual formado por la desorientada derecha de CDC y la radicalidad equidistante de ERC ponga como excusa el déficit fiscal para justificar lo que pasa es sorprendente, pero se justifica por el enfermizo apego al poder y el colocón soberanista que arrastran desde hace años.

Más complejo de entender resulta, en cambio, que la CUP admita sin rechistar lo que sucede. Supuestamente, ellos son los de la calle, los que animan a salir y protestar contra los poderes que abusan por acción o por omisión de los ciudadanos. La CUP fue valerosa para denunciar muchos casos de corrupción sanitaria en Cataluña. Sus concejales y algunos cargos públicos fueron determinantes en determinadas investigaciones que han supuesto que afloraran vergüenzas vinculadas a prácticas nada éticas y contrarias al espíritu público que debía presidirlas.

Ahora la CUP no se oye. Se cargó a Artur Mas y, muerto el rey, dio vida a los súbditos políticos que como él prefieren seguir sin gobernar a favor de la ciudadanía y se ocupan en agitar banderas o estimular identidades instalados en el sillón del poder y el coche oficial. En esta vida se puede ser cómplice por tener una posición activa con respecto a algo o por, conociendo lo acontecido, se deja pasar. Así que la CUP es ya cómplice del mal funcionamiento estructural de la sanidad catalana. De hecho casi hubiera sido más productivo que hubieran dejado a Mas gobernar y que ellos no hubieran aceptado el trágala del silencio a que nos someten.