El independentismo tiene serias dificultades para entender la realidad. Vive en una película con una gran producción, con un guion con altibajos, pero que resiste, y con actores dispuestos a seguir en nómina, incapaces de mirar a los ojos de la mitad de la población catalana que quisiera pasar página y escuchar una seria y verdadera rectificación. El caso de Quim Torra es especialmente revelador. Dice, como si fuera un niño pequeño, que se niega a aceptar que el independentismo no tenga la mayoría social para seguir adelante con su proyecto.

Su argumento es que en el referéndum del 1 de octubre hubo votos "robados o secuestrados" por la policía, y que, por tanto, pudo haber más de tres millones de ciudadanos favorables a la independencia. Sin embargo, al mismo tiempo, reitera que se debería realizar un referéndum con todas las garantías --pactado con el Gobierno español-- para conocer la realidad. Es contradictorio. Por una parte, el independentismo insiste en que el 1 de octubre marcó un mandato claro para proclamar la república catalana, pero por otra se insiste en que sería necesario un referéndum a la escocesa.

De ese bucle no sale el independentismo. Es un infantilismo que dura ya seis años, sin entender que la independencia es una idea equivocada, que se debería rectificar lo antes posible y comenzar a negociar, a llegar a acuerdos y a gobernar. Hay una gran parte de la población catalana que sigue instalada en ese error y volverá a exhibir su fuerza en la Diada de este martes. Pero los gobernantes tienen la responsabilidad de explicar, de difundir y de convencer a sus ciudadanos, a esa mitad de catalanes, de que el camino debería ser otro, de que, efectivamente, se cometieron graves errores, que se pagarán judicialmente, y de que Cataluña tiene mucho más que perder si persiste en ese camino soberanista.

Pero Torra mantiene los ojos cerrados, como esos niños que se tapan la cara con la confianza de que, cuando retiren las manos, habrá desaparecido ese plato de sopa tan desagradable. "Me niego", reitera. Sin embargo, los resultados de las elecciones del 21 de diciembre fueron claros. El independentismo no llega a la mitad de los votos. Otra cosa, y eso es cierto que se deberá abordar en algún momento, es que el Estado español sea capaz de ofrecer una vía alternativa, o una respuesta para vislumbrar qué pasaría si los votos de las fuerzas independentistas alcanzan algún día el 60% o el 70%.

El republicano Joan Tardà lo ha dejado claro al señalar que sería “estúpido” creer que se puede imponer la independencia al 50% de los catalanes que no lo son. Y también es verdad, como él mismo ha añadido, que tampoco se puede resolver nada sin tener en cuenta al 50% de esa población catalana que sí se considera independentista.

Llega la séptima Diada desde 2012, que será, de nuevo, importante, pero con grandes lagunas en el seno del independentismo. Si Tardà, diputado de Esquerra Republicana, ha querido marcar un nuevo camino, otros actores que han sido y son importantes en el proceso soberanista, como el periodista Francesc Marc-Álvaro, reclaman que es la hora de “pinchar el globo” y de aterrizar en la realidad. El problema es que, conociendo todos qué es lo que ocurre, nadie se atreve a asumir riesgos.

Esquerra quiere, pero no tiene la fuerza suficiente y arrastra demasiados miedos. A su lado tiene al infantil Torra, que en ningún momento pensó que estaría al frente de la Generalitat. Y en Bruselas sigue Carles Puigdemont, que ha recibido la visita esta semana del hombre que con su rostro ya lo dice todo: Artur Mas, que sabe que él es el gran culpable de toda esta situación desde que decidió dejar de gobernar cuando vio que la crisis económica iba a cargarse todos sus sueños como presidente de la Generalitat, en un lejano ya 2011.