La semana pasada tuvimos noticia de la decisión judicial que archivaba la querella penal de Jaume Roures contra este medio y contra el periodista Josep Maria Cortés, autor de un artículo de opinión en el que repasaba la trayectoria del empresario tan repleta de claroscuros. Desde el inicio de Crónica Global hemos tenido constancia del interés del dirigente de Mediapro por acallar las voces críticas con su gestión y con sus andanzas alrededor del poder. Hemos salido airosos en la mayoría de visitas a los tribunales en las que nos acompañó y solo en una ocasión perdimos, no por el asunto de fondo sino por un tema formal que no resolvimos de forma adecuada según el juez.

Roures es un empresario que tiene una relevancia pública impropia de su actividad. Le gustan mucho los medios. Tuvo uno, ahora tiene otro y participa en todas aquellas tertulias o programas en los que puede arrojar doctrina sobre sus pensamientos y actuaciones sin enfrentarse a ninguna respuesta crítica delante. Apenas sabemos casi nada de su grupo empresarial, uno de los más opacos del universo business, pero sabemos casi todo sobre su visión política referida a Cataluña y España.

Sí, Roures es un businessman al que le gusta la política. O, quizá, un frustrado político que ha hecho negocios alrededor del mundo público. Por su condición de antiguo militante trotskista algunos periodistas le han reverenciado. Por su enorme poderío en el ámbito audiovisual, otros informadores le rinden pleitesía. Por la capilaridad de sus negocios menos conocidos, otra parte del mundo periodístico le abre los micrófonos con una asombrosa facilidad que tiene más que ver con intereses compartidos que con la notoriedad real del personaje.

Roures no solo quiere hacer negocio con las películas, el fútbol y las retransmisiones deportivas. También le gustó, y mucho, el proceso independentista catalán. Pocos se acuerdan de su supuesta filantropía al inventarse el Centro Internacional de Prensa del referéndum ilegal del 1 de octubre. Los partidos y entidades promotoras tuvieron allí un gran aliado para dar a conocer al mundo sus pretensiones. Las imágenes de algunas unidades policiales enfrentándose con votantes que impedían el acceso a los centros de votación repetidas hasta la saciedad en los medios públicos de la Generalitat fueron cocinadas de manera principal en aquel invento.

En su casa se urdió el acercamiento entre Podemos y ERC. Pablo Iglesias y Oriol Junqueras, junto a sus respectivos séquitos, cenaron en el domicilio barcelonés del empresario que ejerció de Celestino político en los momentos más álgidos de agitación nacionalista en 2017. Su socio en la empresa Mediapro, el leridano Tatxo Benet, también ha hecho profesión de fe independentista y ha sido una de las muletas políticas del procés, además de un excelente comercial de los documentales sectarios que su productora coló en la televisión pública catalana sobre el juicio posterior.

Roures, sin embargo, se agota cada día que pasa. Su gran edificación empresarial (el conglomerado Mediapro) ha salido tarifando de Francia e Italia. El negocio del fútbol se encuentra en una situación de apuro financiero que se agravó con la pandemia. Los beneficios que las retransmisiones, los derechos y las imágenes comercializadas dejaban en sus cuentas corrientes no paran de descender hasta llevar a la compañía al borde del precipicio de la solvencia. Para los periodistas es un alivio que los abogados de Mediapro tengan que ocuparse de defender a sus directivos por los incumplimientos de contratos en otros países o ante los tribunales mercantiles, que visitan con frecuencia, para evitar un reventón que ha estado cercano, en vez de esa pulsión congénita a amedrentar a los medios de comunicación críticos con su línea.

Por si eso no fuera un cambio sustancial, los socios chinos mayoritarios en Mediapro (Orient Hontai) empiezan a mostrar cansancio. Roures lidera un consorcio con muy poca participación accionarial ya y en el que la reputación empresarial es un activo de primer orden para hacer negocios. Admitir la culpa en EEUU (y pagar por ello) de que dentro de su organización se han ejercido sobornos para amañar determinados intereses no es una tarjeta de visita que guste a los orientales. Tampoco los líos con los derechos de la liga de fútbol francés (que llevó al prestigioso diario deportivo L’Équipe a dedicar hace un año una portada al empresario catalán caricaturizado como un atracador de la exitosa serie La casa de papel) son credenciales que interesen a los accionistas mayoritarios.

Roures se diluye como todopoderoso hombre de negocios, insaciable buscador de oportunidades y arrogante actor de la justicia para satisfacer sus intereses, personales o empresariales. Mediapro llegó a pedir el amparo de la SEPI para rescatarla de sus dificultades. Al final, el socio chino se rascó el bolsillo e impidió que el Gobierno tuviera que pronunciarse sobre una petición envenenada de ayuda. El capitalismo acabó solventando los problemas del viejo troskista, más preocupado de la cortoplacista marcha de la política catalana o del Barça (dio un millonario aval a la candidatura de Joan Laporta después de años de pelea soterrada con Sandro Rosell, Javier Faus y Josep Maria Bartomeu) que de recomponer una compañía venida a menos.

El poder, siempre el poder. Una notoriedad e influencia que obtuvo de espaldas a la burguesía barcelonesa que jamás le adoptó. Hoy, el poder verdadero habita cada vez más lejos del sibilino y oscuro dirigente que fue en su día Jaume Roures. Pronto solo le quedarán los micrófonos de su amigo Jordi Basté para predicar. El desmoronamiento constante de su imagen y sus actividades son un amargo final para un personaje decadente de la burbuja catalana de la última década.