La noche del 23 de julio de 2023, tras pasar la jornada alrededor de las urnas, toda España pudo comprobar que con la victoria insuficiente del PP en número de votos y de diputados, el expresidente catalán fugado de la justicia, Carles Puigdemont, se erigía en auténtico ganador de aquellos comicios convocados por Pedro Sánchez después del revés electoral del 28 de mayo anterior en las autonómicas y municipales.

Junts per Catalunya había perdido aquel día un diputado, unas 135.000 papeletas y pasaba de representar el 2,19% de los votos españoles al 1,6% con respecto a la anterior votación. Sin embargo, con sus siete parlamentarios, a los que controla de forma directa, Puigdemont se apresuró a sostener la que iba a ser su divisa en los días, semanas y meses siguientes: que se debía a los votantes que aún les daban apoyo. “Por eso -escribió esa noche en Twitter- no votamos la investidura de Sánchez, ni sus presupuestos, ni sus reformas-trampa; por eso no estuvimos en la farsa de la mesa de diálogo ni pactamos los indultos; por eso salimos del gobierno de la Generalitat; por eso el PSC pactó con el PP para quitarnos la alcaldía de Barcelona y por eso no hemos pactado las diputaciones con el PSC”.

También ERC tenía la llave, pero habían comenzado en silencio una cura de humildad. Los siete diputados más rentables de la democracia insuflaron en Puigdemont un plus de gallardía política. De las tinieblas belgas pasó a convertirse en Puigdemont I, el baladrón. Cuando el presidente Pere Aragonés encalló con sus presupuestos y los Comunes de Ada Colau se negaron a darles un apoyo que el PSC sí ofrecía, el líder huido dejó caer al gobierno republicano a principios de este año y forzó la convocatoria de nuevas elecciones regionales. Quería ganarlas a la par que humillaba a sus socios independentistas. En aquel momento no le interesaba la unidad independentista.

Una tozuda realidad política catalana ha convertido, sin embargo, a Salvador Illa en el dirigente preferido para regir los destinos de la Cataluña de los próximos años. Primero, convirtiendo a su partido político en la fuerza hegemónica en los ayuntamientos catalanes si se miden por número de ciudadanos administrados. Después, en unas elecciones autonómicas que gana por segunda ocasión y que, a diferencia de las anteriores, hurta al soberanismo la condición de fuerza hegemónica del parlamento regional. Finalmente, el PSC vuelve a pintar la cara de Puigdemont en las elecciones europeas de este mes al medir en voto emitido en el territorio.

A pesar de la fanfarronería política, el abanderado de JxCat no ha ganado una sola de las elecciones a las que ha concurrido desde que Artur Mas lo convirtió en sorpresivo presidente de la institución autonómica mientras se retiraba a su destierro en la papelera de la historia, lugar al que los cachorros convergentes le enviaron a jubilarse. El mayor éxito político que ha cosechado Puigdemont radica en arrebatar a ERC y a su beatífico líder Oriol Junqueras la primacía del nacionalismo catalán. Por lo demás, Inés Arrimadas le venció en las urnas e Illa en dos ocasiones ya.

Sorprende, en consecuencia, que el prófugo conserve el nivel de poder que atesora en un partido construido a su imagen y semejanza tras las muertes súbitas de CDC y el PdeCat. De existir un mérito estratégico, más allá de mantener cohesionada a la parroquia propia, se sitúa en la capacidad de convertir el enfrentamiento directo, virulento y desacomplejado con la Administración española en un activo político. Desde el extranjero y con la inestimable colaboración de un desestabilizador profesional como el abogado Gonzalo Boye, Puigdemont ha conseguido ser más relevante y simbólico que sus representados. Reúne más poder interno que fuerza parlamentaria real. Y, ahora, Junqueras está vencido. El beato no cuenta con los arrestos del socialista Sánchez para renacer en una ERC descabezada y en manos de Marta Rovira, la baladrona helvética. Los dos dirigentes son justo los mismos que en octubre de 2017 proclamaban una independencia de chiste para huir a continuación quemando suelas.

Rovira y Puigdemont pueden forzar la nueva convocatoria electoral. La demoscopia mantiene al de Waterloo en segunda posición, pero aplasta a los republicanos. Illa repetiría triunfo. Puede concentrar el voto útil constitucionalista. Quizá, a la postre, resulte la única forma posible de desalojar del poder a un independentismo declinante y cada vez más decadente en sus formulaciones.

Están claramente decepcionados. Ambos querían ser los principales beneficiarios de la ley de amnistía que le han extirpado al PSOE. Pero ni la aplicación de esa nueva legislación ni tampoco la independencia mostrada por jueces y fiscales (incluido el controvertido Joaquín Aguirre) les pondrá fácil el regreso a España sin pasar antes una temporada sometidos a lo que estime la justicia.

A la vista de cómo esa minoría de bloqueo impide la investidura de Illa y propone otro día de la marmota, más de un dirigente del PSOE ve cercana la llegada de un periodo de desestabilización similar para el apoyo parlamentario del nacionalismo de barretina al Gobierno de Sánchez. Más de uno debe de estar lamentándose del coste que supuso ponerse en manos de los siete diputados postconvergentes y las plumas perdidas con la elaboración de la ley que perdona a quienes pergeñaron el golpe al Estado. Incluso Alberto Núñez Feijóo hará bien en tomar nota de la escasa fiabilidad nacionalista para el día que decida apoyarse en la derecha catalana.

Desde hace ya demasiado tiempo que los dirigentes catalanes del procés olvidaron la defensa de principios o valores nacionalistas. La historia escribirá que esos líderes se activan hoy por intereses personales de manera esencial. Quedan atrás los tiempos en los que la izquierda y la derecha catalana actuaba con una motivación consistente en usar el poder político para hacer valer sus tesis de nación. La experiencia de estos últimos años nos lleva a entender que hoy las utópicas formulaciones de su ideario son solo el instrumento que emplean para ejercer el poder y, de paso, impedírselo a los que no consideran buenos catalanes.