La firma del Tratado entre Francia y España del pasado jueves, importante para los intereses de los españoles, ha puesto en evidencia una vez más por qué el procés se ha acabado. Frente a unos acuerdos de gran trascendencia, la Generalitat no ha sabido estar a la altura de las circunstancias y ha vuelto a hacer el ridículo, como cuando da plantón a grandes iniciativas industriales para boicotear la presencia del jefe del Estado.

Más allá del espectáculo ofrecido por un Pere Aragonès al que el traje de presidente le va grande, no cabe la menor duda de que la imagen que los dirigentes independentistas han ofrecido a las visitas --en caso de que se hayan fijado en ellos-- es la de unos activistas que no dan la talla, que no saben ganarse la consideración de gobernantes.

Y esa es precisamente la esencia del llamado procés: un movimiento de confrontación que carece de otro programa que no sea llamar la atención y estimular la provocación. El balance de su gestión al frente de la autonomía catalana desde el final de los tripartitos es una mezcla de políticas conservadoras, incluso reaccionarias, presentadas con retóricas izquierdistas, antiempresariales en algunos casos, y el rechazo permanente a todo lo que huela a español. Vaciedad.

Solo las fuerzas extraparlamentarias son capaces de orquestar una respuesta tan torpe e irresponsable a la presencia del presidente de la República francesa en Barcelona. La actitud de ERC, además de incongruente y contradictoria, es pueril. (¿Qué debía pensar Emmanuel Macron mientras el president aprovechaba los 30 segundos del saludo protocolario para recitarle su lista de agravios?).

El tacticismo de los neoconvergentes, que consiguieron doblegar a los republicanos para que protagonizaran aquel ridículo, tiene más lógica. Carles Puigdemont no puede permitir que ERC se apunte un solo tanto de la mesa de negociación con Madrid, de la misma manera que trata de torpedear cualquier medalla que Pedro Sánchez se ponga sobre sus presuntos logros en la pacificación del conflicto independentista.

Pero se mire como se mire, la actuación del nacionalismo catalán en la cumbre hispano-francesa es la respuesta más clara a la pregunta sobre si el procés ha muerto. Detrás de aquella confrontación no había una idea de país ni un programa de gobierno, era una estrategia que se agotaba en sí misma.

Por supuesto, otra cosa es que haya ciudadanos que se sientan independentistas y que en cada convocatoria den su voto a candidaturas que defiendan esas ideas. Pero todo aquello de ho tenim a tocar, en tres años nos vamos de España --o año y medio, como dijo Gabriel Rufián cuando aterrizó en el Congreso--, el 80% de los catalanes quieren la separación, todo eso ya no se lo traga nadie. Eso no ho tornaran a fer.