La violación grupal de una niña de 11 años en el centro comercial Màgic de Badalona ha sido, probablemente, la agresión sexual que ha provocado mayor consternación en la sociedad catalana de los últimos años. Una de las razones de esa repercusión, más allá de la brutalidad de los hechos, de su difusión por internet y de las amenazas posteriores a la familia de la menor, tiene que ver con la situación de los verdugos que, por distintas razones, gozan de libertad.

La unanimidad de los medios de comunicación en la aparente ocultación de aspectos no determinantes aunque sí importantes del suceso –el color de la víctima, que es negra; la etnia de los agresores, que son gitanos; el increíble silencio del establecimiento donde se produjeron los hechos, pese a la supuesta implicación por inacción de uno de sus vigilantes— es muy llamativa.

No responde a una consigna, sino al seguimiento de unas reglas no escritas que incitan a un buenismo estéril, sobre todo en cuestiones espinosas o, más claramente, en temas de fondo. Todo el mundo anda un poco desorientado, pero sabe que no debe quedar mal y que hablar sin tapujos de los protagonistas de la historia en cuestión o fiscalizar las decisiones de la Administración y de la justicia es tanto como asumir riesgos.

Ester Cabanes personificó ayer ante los micrófonos de RAC1 esos prejuicios que hacen que nuestra sociedad se quede deslumbrada, como paralizada, ante hechos tan brutales como la vejación de una criatura, con transmisión incluida, por un grupo de niños. La máxima responsable de la Dirección General de la Atención a la Infancia y Adolescencia de la Generalitat (DGAIA) no quiere que se hable del asunto, pero ella lo niega todo.

Si el fiasco de las oposiciones del fin de semana pasado mereció la destitución de la directora general de la Función Pública, el estafermismo de la señora Cabanes no debería tener una respuesta distinta. La sociedad catalana se echa las manos a la cabeza ante salvajismos como éste mientras que los responsables públicos se escudan en un supuesto proteccionismo del joven asocial protagonista de los hechos que recuerda peligrosamente cierto comportamiento político --incluso deportivo--, tan frecuente por estos pagos en el que ejecutor y víctima se confunden, en el que el victimismo se convierte en la cortina de humo perfecta.