Reagan y Mitterrand consultaban a videntes. También Jordi Pujol tenía a una vidente de cabecera, la andorrana Adelina, quien vaticinó que no iría a la cárcel por defraudador. Los actuales depositarios del legado convergente parece que prefieren la numerología, esa que les hace ver señales en determinados documentos, como por ejemplo ese 1714 que solo ellos vieron en el parte de mascarillas enviadas por el Ministerio de Sanidad.

Los hados independentistas, es decir, esa retahíla de gurús, asesores y dircom a sueldo del Govern decidieron el martes que el mensaje más importante que se debía enviar a la ciudadanía catalana sobre las medidas para afrontar la pandemia del coronavirus era una supuesta “burla” a una fecha icónica del soberanismo, como es la guerra de sucesión que se celebra cada 11 de septiembre.

Convertidos en una suerte de rasputines del siglo XXI, algunos de ellos inasequibles a la crítica generalizada de los periodistas y, sobre todo, al ridículo espantoso que hacen sus jefes con esas cábalas. Que el conseller digital y principal fan de las teorías revisionistas del Institut Nova Història, Jordi Puigneró, tuiteara ese complot del 1714, forma parte del faranduleo mediático. Pero que al día siguiente, el consejero de Interior, Miquel Buch --atención, es uno de los posibles sucesores de Carles Puigdemont-- lo elevara a la categoría de asunto de Estado, son palabras mayores.

¿Fue él o su bizarro director de comunicación quien sugirió que esa era la buena dirección? Eso importa poco, porque en realidad, a quien le pedirá cuentas la ciudadanía es a ese máximo responsable de los Mossos que asegura no creer en las casualidades políticas. Lo que ya, con toda seguridad, pertenece al terreno de la comunicación es que la consejera de Presidencia y portavoz de la Generalitat, Meritxell Budó, decidiera defender la teoría de la conspiración cuando se le pidieron explicaciones.

Mucho más ofensivo es que, en esa línea de manipulación histórica, Buch asegurara que no tolerará que el Gobierno envíe 1939 mascarillas porque eso “es historia de los catalanes”. Asegurar que la Guerra Civil fue una contienda entre catalanes y españoles, o que los primeros fueron los únicos perdedores, es uno de los muchos fakes que el independentismo radical viene alimentando desde hace muchos años. Pues el culto al 1714, también tiene mucho de reinterpretación histórica.

Poco o nada dicen esos mitómanos separatistas de la situación en la que vivían las clases populares en Cataluña, sometidas a una oligarquía local que abusaba del campesinado gracias al blindaje que les proporcionaba su pacto (fueros) con los reyes de Aragón. ¿Qué van a decir, si los actos del tricentenario de ese 1714 fueron organizados por dos niños mimados del régimen convergente como Miquel Calçada (comisario de la Generalitat presidida por Artur Mas) y Toni Soler (por parte del Ayuntamiento de Barcelona con Xavier Trias como alcalde)? El primero fue reciclado después en Diplocat, ese órgano con ínfulas diplomáticas del ejecutivo catalán. El segundo se dedica ahora a arremeter contra Machado mientras disfruta de los millonarios contratos de TV3.

Fueron aquellos fastos una oportunidad perdida para reconciliar a todos los catalanes –TODOS-- con la Diada, pero ganada para una causa en la que se ha demostrado que la fe del converso es más intolerante que la del independentista de toda la vida. A Junts per Catalunya, PDeCAT, a La Crida o en lo que se haya convertido el espectro neoconvergente, le importa un comino el bienestar de los ciudadanos, solo supuestos derechos territoriales que, como ocurría en aquel siglo XVIII, solo benefician a unas elites.

Hablar de 1714 en plena pandemia forma parte de esa gran cortina de humo que supuso el procés para tapar recortes sanitarios y corruptelas. Convenientemente engrasado con dinero y dirigentes políticos dispuestos a todo con tal de mantener su modus vivendi, ¿qué podía fallar en esa estrategia de propaganda y revisionismo histórico, aderezados con grandes dosis de clasismo?

La forma en que Buch, Budó o Puigneró se han lanzado a esa ofensiva denota desespero ante la perspectiva de unas elecciones donde los estragos sociales y económicos de la pandemia deben o deberían poner a cada uno en su sitio. Quienes viven su independentismo como una religión, sin capacidad de autocrítica, sin empatía hacia quien no piensa igual, son irrecuperables. Pero también son minoritarios en ese espectro electoral secesionista.