Manuel Valls sería, sin duda, el mejor alcalde para la Barcelona de los cuatro próximos años. Por edad, conocimiento de la administración, profesionalidad en la cuestión pública, relaciones internacionales, proyección personal, potencial y experiencia ninguno de sus oponentes le supera en condiciones. Digo sería, en condicional, porque sus posibilidades reales de acabar como primer edil de la ciudad son, a día de hoy y salvo mejor criterio, escasas.

Dicho esto, vale la pena hacer algunas reflexiones sobre lo que Valls, sea cual sea el resultado, ha aportado ya a la ciudad. De entrada, el que fuera primer ministro francés ha demostrado que un buen liderazgo puede pasar por delante de esas apisonadoras llamadas partidos políticos. Ciudadanos ampara su candidatura, pero también otras fuerzas catalanistas y Valls ha conseguido no actuar con servilismo ni subordinación ante la máquina de poder partidario que se ha construido alrededor de Albert Rivera.

No es la única de sus virtudes. Para el PSC también ha supuesto un revulsivo. De no ser por la oleada general política, la demoscopia decía que Valls podía superar las adhesiones que la candidatura socialista de Jaume Collboni despertaba. Cierto es que los seres humanos tenemos un sesgo gregario que nos lleva a apostar casi siempre por caballos ganadores y hoy la lista barcelonesa que apadrinan Pedro Sánchez y Miquel Iceta tienen mejores expectativas que antes de la moción de censura que destronó a Mariano Rajoy. Además, Collboni y su candidatura (habría que observar con mucho detenimiento si algunos fichajes rimbombantes como el de Laia Bonet no acabará pronto en la ERC de nuevo cuño como otros históricos del PSC) se verán obligados a explicar a los barceloneses cómo utilizan sus votos ante la política de pactos que parece se abrirá tras los comicios. ¿Apoyarán a ERC para jugar a ese falso diálogo con el nacionalismo que tantas dudas provoca entre el socialismo de base? ¿Votarán con Valls para lograr una alcaldía sin hipotecas identitarias? Con independencia de quién acabe siendo alcalde de la Ciudad Condal, el PSC deberá mojarse y después del fracaso último con Ada Colau debería afinar sus opciones para evitar que la conservación del poder a cualquier precio dé alas a nuevos esperpentos municipales.

Poco hay que decir de la candidata de Puigdemont, Elsa Artadi. No aguanta ni medio asalto intelectual con Valls pese a toda su ortopédica formación económica a la sombra de Andreu Mas Colell. El caso de Ernest Maragall es diferente: lleva la victoria cargada en la mochila, aunque él sea un mal candidato hasta para sus votantes. Ha vivido en el interior del Ayuntamiento de Barcelona casi toda su vida, cosa que le permite conocer la ciudad y la administración local en profundidad. Es su mayor virtud, porque el Tete es un político de corte mediocre, petulante, un auténtico superviviente de los pasillos cortesanos y que construyó su carrera gracias a la extensa sombra que proyectaba una figura indiscutible como la de su hermano Pasqual. Más allá de cómo ha enloquecido su discurso hasta la radicalidad independentista, pocas sorpresas ha dado en su etapa de diputado soberanista. Quizá una sí: el día que le tocó abrir una sesión del Parlament por ser el diputado de más edad de la Cámara se comprobó que acumulaba un odio que no parece el mejor consejero para hacer de Barcelona una ciudad europea a la altura de los tiempos. Imaginen la cara de sorpresa de algunos socialistas que lo tuvieron por compañero… y, por cierto, lo que responden cuando se les cuenta que ERC es hoy la representación de la moderación nacionalista.

Sobre el candidato del PP a estas elecciones viene a cuento una reflexión: estas operaciones ideadas por algún estrambótico estratega con conexión en Madrid dan resultados como los del 28A en Cataluña. El partido conservador está, literalmente, fuera de juego y han dejado de ser la derecha española civilizada que antaño reivindicaban. La salida de Alberto Fernández Díaz de la cuestión municipal se daba por descontaba habida cuenta del tiempo que acumulaba en esas lides, pero el partido ha sido incapaz de encontrar a alguien mejor que él o con un mínimo conocimiento de la ciudad para que la campaña y el discurso pudiera versar sobre los problemas reales del municipio. La aventura del empresario Josep Bou puede acabar con el PP fuera de la institución municipal después de años de importante contribución a que no cayera en manos del nacionalismo más simplón y reduccionista.

Inmaculada Colau no puede repetir. Ni su marido puede seguir gobernando en la sombra como confiesan algunos de los que han sido expulsados de la organización que lidera la pareja. Es una obviedad que la actual alcaldesa reúne grandes dosis de rechazo de la sociedad civil. Mucho gesto, alguna lágrima, una incesante sed de protagonismo y un ideario propio del siglo XIX revestido de modernidad sexual o ambiental serán todo lo que esta política legará a la ciudad que ha gobernado durante cuatro larguísimos años. La suerte de que acabe el mandato es que el Mobile todavía permanece en la ciudad, que las cadenas de cruceros aún no han cambiado Barcelona por otro puerto del Mediterráneo y que los ciudadanos de la capital catalana parecen investidos por la paciencia del santo Job en lo que se refiere a la seguridad y la decadencia municipal. Doña Inmaculada, la reina de las artes escénicas, la folclórica del independentismo, no obtendrá el respaldo que consiguió en su debut político. En cualquier caso, los comunes harían bien en reflexionar por qué ni tan sólo triunfan en los que eran sus distritos políticos de referencia, una vez que la ciudadanía ha comprobado más de cerca cuánta inconsistencia habitaba en los buñuelos de viento populistas con los que conformaron su programa municipal.

Para muchos barceloneses el principal objetivo es que Colau deje de conducir Barcelona hacia ninguna parte. Y con esa filosofía olvidan que la mejor forma de hacerlo es con un proyecto alternativo, transversal, movilizador, integrador y, a ser posible, moderno. Es lo que deberían comunicarnos estos próximos días en la campaña electoral. Hasta el momento, el único que ha conseguido construir un discurso con un mínimo de esos ingredientes es Manuel Valls. Lástima que sus posibilidades parezcan escasas y que un servidor no vote en la capital catalana en estas elecciones.