La Unión Europea no avanza más rápido como proyecto supraestatal, entre otras razones, por la incapacidad de sus líderes para consensuar una armonización fiscal en todo el territorio del Viejo Continente. Muchos expertos recuerdan que armonizar no es igualar, pero sí aproximar realidades económicas, sociales y hasta geográficas a una mínima coherencia tributaria entre ellas.

Sigue sin tener sentido que los grandes gigantes de internet, empresas como Apple, Google o Amazon, entre las más conocidas, se instalen en Irlanda o Luxemburgo para ahorrarse unos millones en su impuesto por sociedades derivado de sus actividades europeas. Ese elemento de rebaja y competencia impositiva entre los estados de la unión no constituye el único desequilibrio del panorama fiscal. La existencia de pseudoparaísos encubiertos en algunos estados actúa como elemento distorsionador de la economía y es un ataque a la solidaridad interterritorial que debiera actuar en un proyecto colectivo como la UE.

Ese contexto dificulta competir con potencias económicas como China y Estados Unidos, pero aún se agrava dentro de la UE gracias a un segundo nivel de incoherencias fiscales que ahora son objeto de debate en España por razones de interés electoral cortoplacista. El caso de las políticas de tributación singulares que aplica la Comunidad de Madrid sobre las personas físicas y jurídicas se han convertido en un arma arrojadiza entre izquierda y derecha y en un artificio dialéctico para toda suerte de populismos.

Desde hace ya años, Madrid decidió en uso de su autonomía financiera aplicar importantes disminuciones de la presión impositiva sobre empresas e individuos. No fueron los primeros, en el mismo territorio español han existido desde la Constitución de 1978 diferencias tributarias nacidas del desarrollo del autogobierno de cada autonomía. En virtud del concierto económico que posee el País Vasco, allí se aplicaron en 1993-1994, con José Antonio Ardanza al frente de la comunidad, lo que dio en bautizarse como vacaciones fiscales para empresas. La Rioja y Cantabria, que no tenían un concierto con el que contrarrestar esas políticas de atracción de inversiones, se opusieron y en el 2000 los tribunales comunitarios las consideraron ilegales.

Desde Cataluña, el nacionalismo también ha hecho uso de su capacidad normativa en materia fiscal. Fue Artur Mas como presidente catalán quien se inventó el céntimo sanitario y el mismo político que decidió elevar los tipos fiscales impositivos a los ciudadanos de la comunidad a la par que se convertía en capitán de los recortes para rebajar grasa en la mastodóntica administración autonómica que Jordi Pujol había construido antes. Mas, por si alguien lo olvidó, es tan de derechas como la madrileña Isabel Díaz Ayuso en sus planteamientos políticos. Envuelto en la bandera y en el victimismo de una supuesta insolidaridad española para con Cataluña armó el discurso que hace hoy más caro fiscalmente ser catalán que madrileño.

Ahora el independentismo acusa a Madrid de todos los males económicos, como si Cataluña no fuera prisionera de los propios errores de sus gobernantes durante años. A Valencia también le cabrea la diferencia fiscal con Madrid, pero lo combate con más originalidad que el manido recurso al victimismo. Que ERC haya puesto como condición para apoyar los presupuestos de Pedro Sánchez un ataque a la autonomía fiscal madrileña es la típica rabieta de quienes gobiernan instalados en la mirada al vecino y se olvidan de su propio ombligo. Es, sobre todo, una nueva vuelta de tuerca del nacionalismo catalán que, cautivo y desarmado en su delirio independentista, prefiere regresar a la gobernación española con la tesis de mantener los golpes al Estado en la línea de flotación del sistema autonómico.

Subrayar las anomalías del autonomismo le conviene al soberanismo para mantener izadas sus pancartas. La alternativa lógica es el estado propio. Pero eso no coincide en absoluto con los intereses de la ciudadanía catalana, hastiada de comprobar cómo se gestionan los recursos públicos regionales por esos mismos gobernantes. Que Díaz Ayuso esté haciendo bandera de su solución tributaria barata no debiera eliminar del debate público el sobrecoste fiscal que se soporta en Cataluña mientras los dirigentes políticos son incapaces y hasta ridículos para articular ayudas a los autónomos afectados por las medidas de contención de la pandemia o dilapidan fondos en cuestiones identitarias del todo prescindibles en tiempo de crisis.

Sí, cabe discusión sobre cómo Madrid ha decidido atraer capital e inversiones, sobre todo procedentes de otras partes de España. Es discutible la fórmula, por supuesto, como lo fueron las vacaciones fiscales vascas en su día. Pero si podemos hablar de ese asunto, aprovechemos también para introducirnos en el debate de la pésima administración de recursos públicos. Ese elemento es aún más relevante en la competencia entre regiones y en el desarrollo de cada una de ellas. Por más daño económico que el independentismo crea que Díaz Ayuso ha infringido sobre Cataluña atrayendo empresas y capitales, jamás llegará ni a un porcentaje mínimo del que causó el procés, que las ahuyentó y les hizo salir en estampida a la búsqueda de seguridad jurídica más allá del Ebro.

Es legítimo criticar la fealdad del vecino, pero es petulante hacerlo sin mirarse antes al espejo.