“No dejaremos que una minoría acabe con nuestra forma de ser, que ha sido forjada a lo largo de los siglos”. La frase es del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en la declaración institucional junto a su vicepresidente, Oriol Junqueras, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.
No importa que después del atentado nuestro líder llegara tarde a Barcelona porque, aunque se había iniciado el curso parlamentario un día antes, él tenía una irrenunciable paella comprometida en Cadaqués, con Pilar Rahola. Es igual, la frase de Puigdemont es lo más inteligente que ha escrito o pronunciado en su vida política.
Barcelona era objetivo del terrorismo yihadista, lo sabíamos y gracias a las fuerzas policiales se ha retrasado mucho tiempo el triste acontecimiento vivido en Las Ramblas. Lo fue Madrid en su día y otras capitales europeas en los últimos tiempos demostraron la fragilidad de las grandes ciudades y se convirtieron en diana de quienes de forma cobarde utilizan el terror para imponer sus ideas. En España, palabra que no salió de la boca del presidente o la alcaldesa, tenemos una larga y desgraciada experiencia de cómo la violencia con motivaciones políticas ha turbado nuestra convivencia.
Ahora ya no hay excusas ni buenismos posibles con el yihadismo: esta escoria adoctrinada e irreflexiva, incapaz de vivir en paz y armonía, dispuesta a imponer sus creencias, ha demostrado que, una vez más, su capacidad para generar daño y producir dolor es infinita.
Tras la consternación, nuestros dirigentes deberían trabajar de forma conjunta para impedir la reedición de esta incomprensible barbarie
Puigdemont y Colau hicieron sus discursos de repulsa del atentado basándose en la Cataluña y Barcelona democrática. Es cierto, pero conviene que sepan que incluso ya era así antes de ellos. Que otras ciudades y lugares de Europa que han vivido dramas como el nuestro también lo son y que, si no ha ocurrido antes, quizá sea gracias al excelente trabajo desempeñado por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que nos han mantenido alejado este deleznable mal del siglo XXI. Y que, por más que se empeñen nuestros políticos en dedicar su tiempo a otras cuestiones, Barcelona y Cataluña seguirán siendo democráticas después de ellos.
Ahora, tras la consternación, lo que convendría es que se dieran cuenta de que nuestros problemas son otros diferentes a los que ellos han priorizado en su actuación como gestores y que, de manera conjunta, sosegada y democrática –como les gusta destacar— se dediquen a trabajar para impedir nuevas reediciones de esta incomprensible barbarie. Quizá a Colau se le solucione de golpe el overbooking turístico barcelonés, y los cachorros burgueses de la CUP puedan dejar de asaltar autobuses llenos de visitantes extranjeros. Otro cantar será el futuro de los barceloneses y catalanes que viven o tienen sus intereses en esa importante industria.
Todo lo demás, como la frase de Puigdemont, nos sabrá a más de lo mismo, palabrería fácil, superficial e insolidaria, aunque se empeñen en explicarnos lo contrario. Los barceloneses tenemos unos problemas y ellos deberían centrarse en ellos en exclusiva.