Al líder de Convergència Democràtica de Catalunya y candidato a la reelección presidencial por la lista de Junts pel Sí, Artur Mas, empiezan a notársele parecidos notables con José María Aznar. No sólo por la visión mesiánica que ambos tienen de la política, esa especie de vocación de trascendencia histórica que les inspira y que incorporan de serie, sino también por como coinciden en su irresponsabilidad.

Ambos coinciden como irresponsables por actuar en política con usos que desunían más que unían. Pero, aún más: son análogos porque cuando las evidencias les dejan desnudos son incapaces de asumir responsabilidad política alguna.

Dicho de otra manera, sólo acumulan la parte del éxito; resultan del todo incapaces de autoevaluar de manera crítica su proceder. Hasta Tony Blair ha perdido perdón por aquella invasión de Irak de 2003 de la que deriva un situación bélica y terrorista en Irak y Siria que sólo ha hecho que empeorar. Jamás Aznar aceptaría una recapitulación pública como la del ex premier británico.

En eso se parecen, como dos gotas de aguas, Mas y Aznar. La comparecencia ante el Parlamento catalán de la pasada semana fue una nueva tomadura de pelo. Ni hablar de responsabilidades políticas. Al contrario, el tecnócrata presidente en funciones quiso darnos lecciones de contratación pública, como si eso conjurara cualquier irregularidad. Como si tener una persona encargada de la Transparencia de la Generalitat impidiera que hoy su propio marido esté detenido por sospechas de corrupción. Y así hasta el infinito.

Mas ha perdido su pulso con el Gobierno del PP en Madrid. También ha fallado en levantar a los catalanes contra el falso imaginario español el 9N sin movilizar a suficientes seguidores y con unas consecuencias jurídicas que están por conocer. Se ha demostrado incapaz de regenerar la Cataluña de la corrupción. Ha hundido su partido, mérito que comparte con la familia Pujol, y hoy CDC no es más una sombra chinesca que se mueve por los escenarios en los que ERC desea que actúe. Y, por último, se inventó un plebiscito que perdió de manera flagrante hace apenas un mes. Desde que volvió al poder en 2010 no ha acertado ni una. Reconozcamos, si acaso, cierta habilidad para centrifugar los errores propios con teorías sobre lo que le rodea tan inverosímiles como bien construidas o para la supervivencia personal.

Artur Mas tiene muy difícil ahora que la CUP lo invista presidente de Cataluña. Los anticapitalistas dilapidarían el crédito obtenido de sus votantes si apoyaran a un jefe del Ejecutivo que ha convivido en espacios de corrupción política. Puede darse, incluso, la circunstancia de que su partido sufra un sonoro revés en las elecciones al Congreso de los Diputados del 20 de diciembre si concurre por separado.

Si fuera capaz de mirarse en el espejo de la política, apartarse de los aduladores (los mismos que acompañaron a Oriol Pujol Ferrusola al juzgado o que le llevaron a él en volandas ante el TSJC), si aceptase juzgarse con espíritu crítico y asumir las responsabilidades, Mas no proseguiría un minuto más. Por más que diga que lo suyo jamás ha sido un tema personal, a estas alturas, nadie puede creerle.