El padre del pequeño dictador
Un grave y tenaz error de nuestro tiempo es creer que todo debe salir gratis y, en particular, que no hay consecuencias proporcionadas a nuestros actos. No pocos malhechores actúan con la idea de que o todo se olvida o nada saldrá a la luz. Pero los daños que sus fechorías ocasionan a otras personas son múltiples e inconmensurables, y no se curan así como así. Es más, dejan marcas indelebles.
Cuando una sociedad está envuelta en corrupciones impunes y sistemáticas, hay un vaciado de autoridad social y cunde una total desmoralización ante la primitiva ley de la selva
Los daños están ahí, ¿quién no los quiere ver? Todo esto clama al cielo y exige regeneración. Cuando una sociedad está envuelta en corrupciones impunes y sistemáticas, hay un vaciado de autoridad social y cunde una total desmoralización ante la primitiva ley de la selva.
"Se capta una cierta desesperanza aprendida, interiorización de que no se puede cambiar un destino perverso", se puede leer en el último libro de Javier Urra, 'El pequeño dictador crece' (La Esfera). El contexto de esta frase es la creciente y alarmante violencia ejercida por los hijos sobre sus padres. ¿Cómo es esto posible? Urge rechazar los destinos fatídicos y la desesperanza que nos aflige.
Javier Urra, quien fuera el primer Defensor del Menor en España, advierte de que el niño verdugo es víctima de la violencia de adultos, de la violencia de los Estados, de la violencia institucional. También de la extrema violencia de películas y video-juegos, que afectan a los menores de un modo especialmente corrosivo. Hay que salir al paso con toda resolución contra la violencia de ridiculizar, machacar, insultar, amenazar o faltar al respeto personal. Violencias falsamente menores alentadas o consentidas, cada día, por gente influyente de cuello blanco; vomitiva hipocresía, disolvente de esperanzas.
Opinar de forma diferente o ser distintos no nos divide en seres humanos superiores e inferiores. Cuenta Urra que no ha conocido "a un hijo racista que no haya bebido en el hogar de ese mismo veneno". Ninguna persona pertenece a otra, ni puede ser pisoteada por otra; ya sea con la indiferencia que desprecia o con la humillación que veja. Ante cualquier clase de maltrato, crueldad y acoso no hay otra actitud decente que hacerse cargo de las circunstancias de las víctimas, de los más débiles y desasistidos. Esto es empatía, también un antídoto.
Ante cualquier clase de maltrato, crueldad y acoso no hay otra actitud decente que hacerse cargo de las circunstancias de las víctimas, de los más débiles y desasistidos. Esto es empatía, también un antídoto
Coincido de nuevo con mi admirado amigo Javier Urra en que es imperiosa la necesidad de educar no sólo en derechos, sino en deberes y siempre de un modo razonable. Esto supone actuar con competencia, energía, decisión y suavidad. Hay que promover en los niños el deseo y el valor de ser serenos, equilibrados, justos, conscientes de que las frustraciones y los problemas son parte inevitable del vivir. Estimular el replanteamiento de la realidad desde un sentido crítico entusiasta, sabio, que nos lleva a ser capaces de expresarnos en contra de una opinión mayoritaria; y hacerlo desde la verdad, con confianza y con valentía. Son modestas pero imprescindibles contribuciones al rechazo de las consignas que no admiten debate y condenan cualquier atisbo de duda.
Para alcanzar todo eso hace falta sentirse partícipes de una familia que, desde su posible humildad, les ofrezca la seguridad de una dedicación y un cariño gratuitos. Los niños y los jóvenes deben poder ver, captar y sentir afecto; sólo así podrán llegar a comprometerse algún día, libremente, con la bondad y la verdad concreta. También para esto hay que combatir el alto absentismo de la figura del padre. ¿Somos conscientes de una tarea tan crucial que da sentido a la vida, y del desgarro que nuestra ausencia produce, aún en silencios no expresados?