Sentencia este lunes. El fin de un proceso. Absolución, penas a medio camino o largos años de prisión. Y todo, eso sí, con un añadido: la inhabilitación por desobediencia. Los dirigentes independentistas toparon con la justicia española, pensando que todo sería mucho más fácil. Como mucho, se esperaba una inhabilitación. Por eso jugaron, por eso quisieron forzar las cosas hasta el límite, con una carta siempre en la manga: la negociación con el Gobierno español, para salvar la cara en el último momento.
Esta vez nadie quiso negociar, porque se entendía que el independentismo no tenía ningún argumento de peso para lanzar un pulso de ese calibre: inversiones del Estado, sentencia del Estatut, un mayor reconocimiento de la realidad nacional... Todo eso, aún en el caso de que se pudiera establecer un diagnóstico común, no podía justificar un movimiento que se lanzaba al galope en 2015, con resoluciones en el Parlament asegurando que la mayoría independentista no obedecería nada que viniera del Tribunal Constitucional o de los organismos de un Estado del cual la Generalitat forma parte y cuyo presidente es el máximo delegado en Cataluña.
Era Schmitt contra Kelsen, el supuesto poder de la democracia contra el corsé de un Estado organizado, precisamente, para defender la democracia. La Comunidad que se había vanagloriado de defender con más fervor la democracia, frente a una España atrasada históricamente, se convertía en adalid de una pseudorrevolución.
En esas aparece el exconsejero de Sanidad, Toni Comín, con una idea que, si se formulara desde el distanciamiento ideológico, desde una cierta ironía, tendría su sentido. Pero si se cree en ella, si se apuesta realmente por un proyecto independentista a estas alturas del partido, entonces simplemente se debe decir que se está fuera de la realidad. El conjunto de los catalanes y catalanas, de todos, no quiere ningún cambio en sus vidas que suponga una ruptura traumática.
Comín cree que hay que saber si se está dispuesto o no a sufrir algún trauma. Y por la independencia de Cataluña nadie va a sacrificar nada, ni una semana de huelga, ni mucho menos aceptar una economía de guerra que perjudique a la economía catalana o española, que es lo mismo. ¿Lo que ha lanzado Comín, sobre la posibilidad de que más de un millón de personas dejen de ir a trabajar para forzar no se sabe qué, lo ha interiorizado, o es sólo una fórmula para decir que lo más lógico sería dar un paso atrás y dejar de plantear quimeras en pleno siglo XXI?
Lo que sorprende es que haya personas que defiendan lo primero. Lo que indigna a muchos es que se diga que España no ha superado el franquismo, que todo sigue igual, sencillamente porque su Gobierno, sea del PP o del PSOE, y sus instituciones se han defendido frente a un movimiento rupturista nacido y apoyado por un Gobierno autonómico que se debe al ordenamiento constitucional. Esa tergiversación constante es lo que hace daño, y más cuando procede de alguien que sabe perfectamente lo que dice.
Interpretar a Comín es interpretar a muchos catalanes que siguen sin saber si retroceder y admitir los errores o huir hacia la nada. Es más digno admitir el enorme error cometido. Y protestar, siempre de forma ordenada, si se considera, a partir del lunes, que la Justicia se ha excedido.
Ante eso, quizá lo que es más triste es que toda una generación de políticos se haya creído sus propias mentiras y sus guiones escritos con tiza. ¿Pero de verdad alguien creyó que habría movilizaciones masivas, y sacrificios en el seno de una sociedad que goza de un PIB per cápita de 30.000 euros? Entonces, es más grave de lo que pensábamos.