La política catalana, y también la española, se rige por una serie de postulados de carácter moral. Se habla de victoria y de derrota. Se señala, incluso, que al independentismo no se le quiere derrotado, sino arrodillado y pidiendo perdón. Activistas --están en todo su derecho, pero que lo digan con todas las letras-- como Pilar Rahola, insisten en que esa es la voluntad del Estado: arrasar con el independentismo y, por tanto, a su juicio, con Cataluña. Esa dinámica es la que no ofrece ninguna posibilidad para el entendimiento, porque es un lenguaje bélico, de ganar o perder, de triunfar o ser humillado en la batalla. Es todo lo contrario a lo que necesita la política: una política sana y digna, una actividad que es la más maravillosa que pueda ejercer un ciudadano, preocupado por su sociedad.

Es verdad que los hechos, las acciones, tienen consecuencias. El independentismo lo está viviendo en sus carnes. Hay dirigentes políticos en prisión, esperando una sentencia. La percepción de cada uno dictará si es justa o no, pero en un Estado de derecho, esa sentencia se deberá acatar. Y, por supuesto, recurrirla en las instancias que sean oportunas. Siempre que esa sentencia sea condenatoria, claro.

A partir de ese momento, se deberán reconstruir los puentes. El independentismo debe entender que rectificar el camino seguido principalmente desde 2015 ha sido un error mayúsculo. Porque no sólo puede pagar el movimiento independentista el coste de sus actos, sino todo el conjunto de la sociedad catalana. Rectificar, admitir claramente que no se pueden iniciar caminos unilaterales no puede ni debe comportar la sensación de una derrota. No lo es. Es, simplemente, inteligente.

La idea de la independencia de Cataluña para muchos es un auténtico disparate, máxime cuando la construcción nacional de España se debe en buena medida a los propios catalanes, como ha demostrado el historiador Joan Lluís Marfany. Pero debe ser respetable. Y es legítimo que una parte de la sociedad catalana crea que esa puede ser la apuesta de futuro de Cataluña. Pero no se puede precipitar, no puede forzar las cosas como ha hecho, no puede ahogar el espacio público con sus proclamas, no puede considerar que los que rechazan la independencia son unos ciudadanos retrógrados, situados en la extrema derecha y antidemocráticos.

La cuestión central es que el independentismo, en sus círculos privados, en las reuniones de las ejecutivas de sus partidos, en cónclaves con heterodoxos, admiten que el camino que se ha seguido ha sido erróneo. Sin embargo, no se ven muestras de valentía y de clara rectificación. No se ven porque aparece el fantasma de la dolorosa derrota. No, nadie debe ser derrotado. Lo que se conseguirá con esa rectificación es una victoria de todo el llamado “pueblo” catalán, independentistas incluidos.

Ahora bien, todo el mundo debería ayudar. Y en el otro campo hay un actor que no parece interesado en ello. Ciudadanos, un partido que generó unas enormes expectativas tras su gran resultado electoral en las elecciones del 21 de diciembre de 2017, lo puede echar todo por la borda. El lenguaje es esencial. Es básico. Pero los diputados de Ciudadanos en el Parlament se empeñan en destacar siempre la palabra más gruesa. Se puede decir lo mismo, indicando que no debemos mirar para otro lado, que el independentismo, una parte residual pero efectiva, podría haber dado un salto cualitativo con acciones violentas, en relación a las detenciones de miembros de los CDR tras una larga investigación judicial. Pero no, se optó por mostrar imágenes de los atentados de ETA en Vic.

El independentismo ha errado. Algunos dirigentes como Artur Mas son responsables de decisiones que se recordarán, como su paso al lado en 2015 para que la CUP marcara la hoja de ruta a todo el movimiento. Y el actual presidente, Quim Torra, está logrando algo impensable hace sólo unos años: el alejamiento sistemático de los catalanes respecto a sus propias instituciones de autogobierno. No sé lo que pensaría Josep Tarradellas, después de custodiar la institución desde el exilio --el de verdad-- durante décadas.

Pero en el otro lado, la rectificación también debe ser importante. Y no cuesta tanto. Sin aspavientos, defender la separación de poderes: utilizar un lenguaje comprensible y no hiriente, apoyar iniciativas constructivas, y eliminar la idea de ganadores y derrotados. Y cambiar un poco el gesto torcido de esos rostros siempre enojados.

Lo que queda de fondo y eso, tal vez, es lo más triste, es que en Cataluña no se ha entendido el propio mecanismo del sistema democrático. Hay autogobierno, hay instituciones catalanas, se ha avanzado muchísimo en la propia conciencia nacional, hay separación de poderes --los independentistas de viejo cuño recuerdan las detenciones de 1992 tergiversando todos los detalles-- y España es uno de los países más envidiados del mundo por su rápida transformación en una democracia avanzada. Sin embargo, hay un lío enorme sobre la concepción de la democracia, sobre los votos, sobre la autodeterminación, sobre los jueces y los policías. ¿Tan poco hemos aprendido como ciudadanos? ¿Qué enseñan a los jóvenes al salir de clase en los esplais?