'El fraile y la monja', de Cornelis Cornelisz van Haarlem, sobre la polémica de la sexualidad en el confesionario

'El fraile y la monja', de Cornelis Cornelisz van Haarlem, sobre la polémica de la sexualidad en el confesionario

Pensamiento

La sexualidad en el confesionario

La imaginación de los sacerdotes era muy fértil a la hora de ganarse los favores de las mujeres que acudían a solicitar el perdón divino

6 octubre, 2019 00:00

Hubo un tiempo en que a las iglesias no se iba solo a rezar. Incluso después de las reformas del Concilio de Trento (1545-1563), la asistencia a misa se aprovechaba para relacionarse, hacer negocios o galantear. A fines del siglo XVI, el obispo de Barcelona insistía en que “se observe en las iglesias tranquilidad, reposo y silencio. Y no se permitan bailes ni se representen farsas o comedias”. Los feligreses acudían a la iglesia no sólo para escuchar misa, sino también a confesarse. Al inquirir sobre el cumplimiento del sexto mandamiento (no cometerás actos impuros), la sexualidad pasó a ser el gran tema de conversación en el confesionario. A mediados del siglo XVIII, en Zacatecas, el dominico Francisco de Cuadra, acusado de solicitar sexualmente a varias mujeres durante la confesión, solía pedirles que describieran sus urgencias de la carne y los tocamientos que efectuaban en sus partes con propósitos eróticos.

La comunicación entre sacerdote y penitente resultaba especialmente tentadora antes de la invención del confesionario, mueble diseñado para impedir el contacto físico y visual, aunque en ocasiones se convirtió en un templete de amor. Sentada la mujer al lado del confesor o arrodillada a sus pies, había mayor peligro de que se inflamara la pasión y mayor oportunidad de insinuaciones provocativas. Si no se disponía de confesionario, el jesuita Juan Alfonso de Polanco (1517-1576) recomendaba que durante la confesión el cura y el penitente miraran en direcciones distintas y que el primero se cubriera además la mejilla con una mano, especialmente cuando atendía a una mujer.

En 1565, se prescribió el uso del confesionario en Valencia y San Carlos Borromeo lo introdujo en Milán. Finalmente, en 1614 el Ritual Romano dispuso su empleo en todas las iglesias, aunque hubo resistencias difíciles de vencer. En 1781, un edicto de la Inquisición reiteraba que las mujeres solo fueran oídas en confesión a través de las rejas de confesionarios cerrados o de sitiales abiertos pero situados en la nave central o en capillas abiertas y bien iluminadas. Prohibía el uso de rejas de mano o pañuelos o cedazos, enramadas, abanicos u otros ridículos sustitutivos.

La confesión en capillas cerradas o en las zonas más oscuras y solitarias de las iglesias había sido escenario de rudos actos sexuales cometidos por algunos clérigos de frágil virtud con sus hijas de confesión. En 1588, Elena Díaz, doncella de veintidós años, declaró que cuando fue a confesar con fray Bartolomé de Villalba “se apartaron a la confesión en una capilla, y antes que entrasen en la dicha capilla, el dicho fraile comenzó de intentar a asirle de los pechos, y ésta que declara dijo que no hiciese aquellas cosas, sino que se entrasen en la capilla y la confesase. Y, entrados que fueron en la capilla, le alzó las faldas a esta confesante y le llegó con sus vergüenzas a las suyas y la besó en la boca algunas veces y luego la confesó”.

La imaginación erótica de los confesores era muy fértil. El catálogo de prácticas incluía besos, tocamientos, exhibicionismo, masturbación, cópula, fetichismo y sadomasoquismo. Fray Buenaventura Pérez, denunciado en 1758 por varias novicias conventuales y sus sirvientas, pedía a sus hijas espirituales que le enseñaran los pechos como penitencia. Alegaba que Cristo había expuesto su pecho por todos, y ellas debían devolver el sacrificio ante él. En 1778, la novicia María Hilaria Palacios, del convento concepcionista de Oaxaca, denunció a su confesor José Mariano Gutiérrez Jijón por requerirla de amores, prometerle matrimonio y pedirle reiteradamente que le enviara “una pintura con su retrato, sus enaguas manchadas con la sangre menstrual y algunas prendas de ropa interior como medias y hebillas”. Otros confesores imponían la flagelación como penitencia que solían administrar ellos mismos. En el virreinato de Nueva España, el clérigo Manuel de Herrera ordenó a María Jaime, española de 26 años, que se pusiera en la posición en que ejecutaba “el pecado de lujuria para que le diera unas disciplinas”. El obispo de Sigüenza, Juan Díaz de la Guerra, fue también denunciado en 1792 porque durante años imponía siempre a las monjas de varios conventos penitencias de azotes de media hora de duración, encargando que se los dieran “bien recio”. Les regalaba disciplinas de hierro y mandó hacer un cepo para castigar a las novicias por cualquier motivo, “haciendo que se azoten unas a otras en presencia del Prelado… gastando allí infinitas horas mañana y tarde”.

El delito de solicitación sexual del sacerdote sobre sus penitentes, hasta entonces sujeto a la  jurisdicción episcopal, entró en la órbita de la Inquisición española a partir de las Instrucciones de Valdés de 1561, y en las Inquisiciones de Portugal e Italia a principios del siglo XVII. En 1592, la Inquisición española reiteró su exclusividad sobre este delito y obligó a todas las órdenes religiosas a quedar incursas bajo su jurisdicción, pese a la oposición de dominicos y jesuitas. Los procesos por solicitación representaron aproximadamente el 5% de las causas instruidas por la Inquisición española durante el siglo XVII. La solicitación se ejercía casi siempre con mujeres, aunque hubo casos como el de fray Gaspar de Vilanova, prior de los agustinos del convento de Perpiñán, que requirió sexualmente a más de veinte niños.

Gregorio XV, en su breve Universis dominici gregis del 30 de agosto de 1622, reglamentó las sanciones penales contra la solicitación, que llegó a comparar con la sodomía, el delito sexual más grave. La solicitación incluía las palabras, actos o gestos del confesor orientados a provocar, incitar o seducir al penitente durante la confesión, inmediatamente antes o después de ella, o bien, cuando fingiera estar confesando aunque de hecho no fuese así. Se matizaba entre el provocare (la solicitación directa) y el tentare (la indirecta).  Ejemplo del primer caso fue el doctor Campos, quien en 1575 mientras confesaba a Angela de Villodre, la requirió de amores “diciéndole señora mía, vida mía, amores míos, y la tocó en la cara con la mano y la quiso besar y le dijo que votaba a Dios que la había de cabalgar”. 

Si bien el delito de solicitación estaba sujeto a las normas generales del enjuiciamiento inquisitorial, en la práctica los reos eran tratados con cierta benignidad: presunción de inocencia, ausencia de tormento y --con frecuencia-- de encarcelamiento previo, ligereza en las sanciones y mayor facilidad para el indulto. En 1573 se ordenaba no proceder contra los confesores testificados sin asegurarse que las delatoras eran mujeres honestas, dignas de crédito y de buena fama. La Instrucción de 1577 insistía en las averiguaciones sobre la calidad de los denunciantes, especialmente si eran “mujeres deshonestas o apasionadas”, y exigía dos testigos fidedignos para poder decretar la prisión del presunto solicitante. Desacreditar a la denunciante fue el recurso más utilizado en la defensa. En Cuenca, según Adelina Sarrión, la mitad de los clérigos declararon haber sido solicitados por las penitentes y un 55% que eran víctimas de la maldad de las mujeres. Naturalmente, muchos alegaron haber sido malinterpretados en palabras y gestos. De las 603 declaraciones de mujeres solicitadas sexualmente por 343 sacerdotes, sólo 66 confesores recibieron sentencias. Algunos solicitantes escaparon a la actuación inquisitorial eliminando todo escrúpulo de conciencia de la mujer a la que habían instado a pecar, diciéndole como Simón Crespillo, que “al instante que acabase su pecado, se hincaría de rodillas y le daría la absolución”.

Las penas contra la solicitación en la confesión fueron evolucionando de la dureza inicial (reclusiones largas, multas y a veces azotes y galeras) a las penas espirituales del siglo XVIII con ejercicios de reeducación. La persecución inquisitorial consiguió aminorar las formas más brutales  y obligó a los solicitantes a usar métodos más delicados y sutiles, insinuaciones veladas y discursos galantes, halagadores de la mujer. La represión difusa de la solicitación no logró erradicar el erotismo de la confesión, pero, como escribió Michel Foucault, contribuyó a crear una verdadera ciencia de la sexualidad en Occidente.