Hace ya 15 años, la Generalitat y sus plataformas subvencionadas impulsaron unas inquietantes campañas para fomentar el catalán entre los jóvenes. Entre sus protagonistas destacaban algunos integrantes del Barça de aquel momento (del Espanyol ni hablar, por motivos evidentes), como el entonces entrenador, Frank Rijkaard. Este, con expresión despistada y un balbuceo en la lengua de Pompeu Fabra, decía lo importante que era hablar este idioma en Cataluña en el día a día, y lo mucho que ayudaba a llevar una vida cómoda y tranquila en esta parte de España. También en otros espots eran personas anónimas las que le daban cuerda al catalán. Y, junto a todos ellos, una dentadura saltarina (de nombre Queta) que, visto con distancia, parece que quisiera pegarle un bocado en el dedo a quienes se atrevieran a hablar en castellano.

Una campaña posterior ya incluía el mensaje cantado, por si recitarlo así atraía a los muchachos de Cataluña hacia el catalán. En esta ocasión, vecinos y comerciantes se dirigían en esta lengua --la típica escena que no se vive en la Barcelona cosmopolita y abierta-- a un joven con claros rasgos extranjeros, que respondía en el mismo idioma muy satisfecho y sonriente porque podía “practicar”. Pero lo que más llamaba la atención eran los vídeos de algunas plataformas subvencionadas en las que inmigrantes senegaleses, ghaneses y peruanos se prestaban a formar parte del juego nacionalista, y aparecían casi indignados porque la gente se dirigía a ellos en castellano. Daba lastimilla ver a esos pobres incomprendidos, que lo habían dejado todo atrás en busca de un futuro mejor, pero que eran incapaces de encontrar la completa felicidad por una cuestión lingüística. Casi suplicaban que se les hablase en catalán, la nostra llengua, para sentirse integrados.

En 2020, año en el que todo está pasando, ya no tienen sentido estas campañas. Por ello, el nacionalismo va a por todas con todos los medios a su alcance, como se ha visto, por ejemplo, en el Parlament. Ya no valen las palabras amables y cantadas; ahora, casi tienes que sentirte mal por dirigirte en castellano, libremente, a otros ciudadanos. Y serás culpable si el catalán se extingue. El español no tiene cabida dentro de las fronteras de Cataluña. O, mejor dicho, no lo tiene en el ámbito público, que incluye la enseñanza, porque en la calle la mayoría habla en el idioma de Cervantes. Cuando alguien impone algo a otro, lo lógico es que a este le genere rechazo. Y esto parece que es lo que está ocurriendo, porque la inmersión se ha demostrado un auténtico fracaso y un despropósito. Por más que lo veamos como normal, no lo es que en una parte de España se arrincone el castellano. Ningún argumento puede defender esta atrocidad. Si se trata de proteger la lengua hace mucho tiempo que debieron probar alternativas.

Ahora, la última idea de bombero del Gobierno pasa por seguirle el juego, de nuevo, al nacionalismo catalán, y eliminar el adjetivo vehicular que acompañaba a la lengua castellana en la enseñanza. Cierto es que, en Cataluña, de nada ha servido este calificativo, y que, en la práctica, todo permanecerá igual: se seguirá imponiendo el catalán en la escuela y el Govern continuará haciendo caso omiso de las resoluciones judiciales que fijan un mínimo de clases en español, al margen de la asignatura de lengua. Y así estamos: que ni sabemos escribir en catalán y tampoco en español de modo correcto. Nadie se atreve a meter mano en este asunto. Los políticos, los mismos que han centrado muchos esfuerzos en polarizar a la sociedad por aquello del divide y vencerás, son incapaces de mostrarse firmes en ciertas cuestiones cuando llegan a lo más alto, porque dependen de otras fuerzas con las que nada comparten, pero ante las que se arrodillan.

Lo que queda de esta maniobra de distracción es un nuevo golpe oficial al idioma común por medio de la ambigüedad que se lleva en estos tiempos, mientras también se le dan patadas al español por otro lado con el mal llamado lenguaje inclusivo. Según el Gobierno, todo sigue igual: los “alumnos y alumnas” tendrán garantizado el derecho a recibir enseñanza en castellano y en las lenguas cooficiales de cada comunidad autónoma. La Constitución, dice, está por encima de todo. Pero no lo sabe explicar y sus ministros se ponen nerviosos cuando deben argumentar este cambio en el texto y dan a entender que todo está muy claro. Que no nos enteramos de nada, en resumen.

Pero, al margen de si cambiará algo o no en la práctica, sorprende que, en un momento en el que todos los esfuerzos deberían estar en la crisis del Covid-19, nos salen con estas. ¿Por qué ahora? Por estrategia personal de los representantes políticos. Por el poder, vaya. Y también para desviar el foco de la gestión de la crisis, ya no solo sanitaria, sino económica. Cuantos más fuegos, mejor. Es imposible apagarlos todos a la vez.

 

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