El proceso que arrancó con la Diada de 2012 ha provocado un cambio sustancial en la sociedad catalana. El independentismo apretó el acelerador y, por varias circunstancias, una buena parte de los catalanes abrazó el proyecto. La máxima del movimiento ha sido que esa pretensión, la de dotar a Cataluña de estructuras de estado, no se abordaba por cuestiones identitarias –que también—sino por la convicción de que supondría un salto económico para el conjunto de la población. Sin embargo, todos los trabajos demoscópicos realizados han mostrado que la identidad ha sido clave, y que factores como la lengua o el origen familiar han sido determinantes para decantarse a favor o en contra de la independencia.
Ante esa realidad, desde el llamado bloque constitucional, se ha defendido que, a partir de los próximos años, debería ser necesario otro “pacto social”, otro “contrato” que reflejara con un mayor equilibrio la sociedad catalana. Es decir, que, a cambio de una cierta relajación y comprensión de las razones independentistas, éstos tuvieran en cuenta que los medios de comunicación públicos de la Generalitat, las entidades sociales y profesionales o el mundo educativo no podría seguir con un mismo discurso monocorde. Que todo debería situarse en un plano de igualdad, y que, con la transición, eso no sucedió, porque el catalanismo y unas determinadas clases sociales ocuparon todo el poder público.
Lo que se comprueba, sin embargo, es que los tópicos y las ensoñaciones se mantienen. Y va siendo hora de que todos ellos acaben en un baúl. Ese es el esfuerzo que debe realizar una gran parte de la elite política catalana, la que bebe de las fuentes nacionalistas, que no le da gana apearse del caballo y que sostiene que goza de una verdad incuestionable.
Los casos de Tortell Poltrona y la votación en el Ayuntamiento de Barcelona sobre la medalla de Heribert Barrera, evidencian que estamos lejos de superar ese anclaje en la ficción. Sobre Barrera es pertinente señalar que, al margen de sus declaraciones más o menos acertadas --con tintes claramente racistas-- lo que debería centrar la atención es su idea de Cataluña, que ya se conocía, y la de todos aquellos que destacan su carrera política. Barrera ha representado una determinada concepción de Cataluña, que todavía se apoya con la boca pequeña por una parte importante del nacionalismo. Es la de una Cataluña ideal, sin inmigrantes, llena de catalanes de origen, cultos y modernos, que, en realidad, ¡son europeos!, lejos de los defectos de una España anclada en el XIX. Una Cataluña que se debe preservar, como se pueda, porque es más importante una supuesta alma catalana que los habitantes que integran su territorio.
Eso es lo que se debería superar de una vez. Y consta que algunos lo han intentado, dentro del partido de Barrera, Esquerra Republicana. Fue Josep Lluís Carod-Rovira quien reprochó sin miramientos las expresiones del viejo político. Pero la idea, como todas las que están arraigadas, y que expresan el núcleo del nacionalismo, sigue ahí. No se esfuma del todo. Como tampoco se deja de lado, de una vez, que en Cataluña ya no hay una sola lengua propia. Eso pasó, existió, hace mucho, mucho tiempo. Pero ahora hay dos grandes lenguas propias, no cien, como señalaba Carod, demostrando que, si por un lado quería superar el legado de Barrera, por el otro caía en los mismos tópicos. Catalán y castellano son las dos lenguas propias de la mayoría de catalanes. Y no se puede decir que es “inadaptado” quien utiliza el castellano, como aseguró Poltrona.
No lo puede decir, porque si alguien ha hecho un gran esfuerzo para compartir la gran cultura catalana es esa parte de la población que llegó en diferentes momentos del siglo XX a Cataluña, desde los años 20, a las corrientes migratorias de los 50 y 60. El respeto a todos ellos, con los que se forma ahora la Cataluña del siglo XXI, de siete millones y medio de personas, aconsejaría a todo ese nacionalismo arcaico que se mordiera la lengua.
Al baúl de los recuerdos también se debe lanzar la petición del derecho a la autodeterminación. Cataluña no lo tiene, ni puede aspirar a él. Tiene una historia conjunta con el resto de pueblos de España. No es una colonia de nadie, ni se vulneran los derechos humanos, que son las condiciones que exige Naciones Unidas para acogerse a la autodeterminación. Reclamarlo de forma constante no es más que una apuesta por mantener la tensión y rechazar cualquier vía de acuerdo para resolver problemas reales, sí, y disfuncionales, que existen en España.
Ligada a esa reclamación está la amnistía, que se pide como si pudiera ser una solución definitiva, como si fuera lo mínimo que pudiera acometer el Estado. Y las amnistías se aplican cuando se pasa de un régimen dictatorial a una democracia, como ocurrió en la transición. No es el caso de la España de 2020. Pedir la amnistía es saber que es una reclamación sin ningún sentido. Hay otras vías para solucionar el caso concreto de los políticos independentistas presos, como el indulto, cuando proceda y en el tiempo que se crea oportuno.
Si se desea, de verdad, un nuevo momento para Cataluña, que pase por superar una dinámica de bloques nefasta, algunas cuestiones deberán quedar enterradas en un baúl, en beneficio de todos: amnistía, lengua propia y autodeterminación.