Se puede entender que en una situación tan crítica e inédita como la que ha provocado el coronavirus la oposición aproveche para golpear al Gobierno de turno; y más si es tan débil como el actual. Incluso se comprende algo tan raro como que Pablo Casado alegue de pronto que el estado de alarma, que su partido ha apoyado hasta ahora, recorta de las libertades y los derechos de los ciudadanos.

Lo que resulta incomprensible es que lo haga sin presentar una alternativa, sin ni siquiera reconocer que la situación sanitaria ha mejorado y que, en consecuencia, se pueden flexibilizar las medidas que eran necesarias hasta ahora. Si el Partido Popular lo hiciera, aceptaría que algo se ha hecho bien y, además, según cómo evolucionaran las cosas en el futuro, se le podría reprochar que presionó para aplicar una desescalada perjudicial. Por eso no lo hace.

Muchos analistas ponen como ejemplo a Angela Merkel y su entendimiento con los gobiernos de los territorios federados, aunque a menudo olvidan que la Constitución alemana le impide tomar un control y una coordinación a todas luces deseable en un desconcierto como el de estos días. Algo a lo que España debería aspirar, pero que es muy difícil, por no decir imposible, pese a que nuestra Constitución lo permite.

¿Alguien es capaz de recordar una propuesta en esta crisis de una comunidad autónoma que no se haya hecho desde la competición con el Gobierno central?

El Gobierno vasco se puso la venda antes de la herida ventilando en público los cuidados que exigía la paralización de la industria pesada, como si en el Ministerio de Industria no hubiera más que idiotas; y eso que Madrid aún no había abierto la boca sobre esa cuestión.

Lo mismo hizo la Generalitat reclamando la reclusión total de la población y machacando a Pedro Sánchez cada media hora, al que acusaba de no seguir las recomendaciones de los prestigiosos científicos que Quim Torra tenía como técnicos de cabecera. El Govern aplicó el cierre absoluto en la Conca d’Òdena, pero aún no sabemos por qué eligió ese territorio, como tampoco conocemos si los resultados fueron mejores que en el resto de Cataluña, ni por qué lo levantó.

Era pura erosión política contra el Gobierno central, como luego ha sido la matraca de las mascarillas, las medidas profilácticas y ahora las regiones sanitarias. Alba Vergés, la consellera de Salud, pretendió dividir Barcelona en tres zonas distintas con tiempos y ritmos diferentes en la desescalada. (Si hubiera viajado alguna vez en el metro de la ciudad, sabría que en apenas 20 minutos una misma línea conecta las tres áreas que ella se planteó separar).

Tampoco se puede decir que las cinco autonomías gobernadas por el PP se hayan comportado de una forma más leal que las dos históricas, ni siquiera se coordinan entre ellas. Mientras el presidente andaluz pierde el tiempo y el dinero reformulando el escudo de San Telmo a mayor gloria de su persona, su colega madrileña incorpora Telepizza, Rodilla y Viena al menú de la beca comedor de los pequeños necesitados de la región. No le han contado que el 35% de los niños españoles tienen sobrepeso, un riesgo muy ligado a la pobreza.

Total, que es imposible. Que miras alrededor y sientes envidia, y no porque los gobiernos de Portugal, Francia o Alemania lo hayan hecho mejor --todos se han equivocado casi lo mismo--. De hecho, los científicos alemanes más sensatos atribuyen a la suerte el 80% de su éxito frente al coronavirus. Lo que de verdad causa asombro es la oposición política de esos países.

El radical Jean-Luc Mèlenchon, líder de Francia Insumisa, ha hecho una reflexión sobre cómo contribuir mejor a la toma de conciencia política de lo que azota en estos momentos a su país y ha llegado a la conclusión de que debe orillar la estrategia de “conflicto” y “choque” contra su odiado Enmanuel Macron mientras dure la pandemia; que se lo debe a su país. Parece que esa moderación ha arrastrado incluso a la feroz Marine Le Pen, de la Agrupación Nacional, convencida de que sus votantes están de acuerdo con esa tregua.

¿Son diferentes los electores españoles?