En los últimos 40 años, el sistema bancario español se ha caracterizado por ser inclusivo. No en todos los países de nuestro entorno resulta fácil disponer de una cuenta bancaria para cualquier ciudadano, profesional o empresa. La bancarización universal que vivió España desde el regreso del régimen democrático ha sido una de las grandes consecuciones populares y una palanca de progreso incuestionable. Entre 1977 y 1978, cada ocho horas se abría una sucursal bancaria en España. Hoy se cierran casi a la misma velocidad.

Mucho tuvo que ver la gran cantidad de entidades bancarias existentes y un fenómeno más local como la existencia de cajas de ahorro que proliferaban por el territorio. En algunas regiones, como la catalana o la vasca, el número de cajas era elevado gracias al desarrollo económico de los territorios a los que prestaban servicio.

En el siglo XXI han desaparecido las cajas y las que subsistieron a la toma de control de los políticos se han transformado en bancos convencionales. El proceso de concentración del mercado en clave interna ha sido veloz y la crisis financiera mundial de 2008 aceleró los casos que eran más renuentes a unir esfuerzos. Con el panorama normalizado, las entidades resultantes saneadas y reunidas en tres grandes grupos (Santander, BBVA y Caixabank) y otro de medianos (Sabadell y Bankinter), el nivel de la competencia bancaria en España ha decaído de manera notable.

Nunca la banca extranjera fue profeta en suelo español. Aquí vinieron y se fueron los alemanes de Deutsche Bank, los franceses de la BNP, los americanos del Citi, los británicos de Barclays... Si el capital extranjero a finales del siglo pasado colonizó muchos sectores productivos, las multinacionales se instalaron en Barcelona o Madrid para controlar el mercado ibérico de alimentación, gran consumo, automóvil... no sucedió igual con la banca. Solo ING ha conseguido por la vía de la revolución tecnológica un mínimo papel de entidad minorista. El resto es cosa de españoles y entre españoles.

Cuando saltaron los primeros cantos de sirena de las negociaciones entre BBVA y Banco de Sabadell tendentes a estudiar una fusión, fueron muchos quienes se frotaron las manos por lo que suponía de integración patriótica. Ese nacionalismo español de vuelo gallináceo era tan estúpido como el del nacionalismo catalán que se quejaba de la pérdida de una entidad nacida en Sabadell y con fuerte implantación en la comunidad. Nadie recordaba, sin embargo, que cuando BBVA engulló primero Banca Catalana y después la mayoría de las cajas catalanas (salvo Caixa Girona, que se integró en Caixabank), lo que sucedió es que muchas empresas, profesionales y particulares tuvieron problemas bancarios. El mal llamado banco vasco ha sido gestionado siempre sin ningún apego a los territorios, como si la globalización de sus negocios fuera incompatible con el trabajo de proximidad. La función social y de sana competencia bancaria que habían edificado las cajas de ahorro desapareció y los gestores del BBVA parecían más interesados en el comisario Villarejo que por el autónomo o pequeño empresario de la comarca del Vallès que había sido cliente de Caixa de Sabadell o Caixa de Terrassa previamente.

Pocos fuimos los que nos alegramos de la ruptura de las negociaciones. Todos pusieron el acento en que Banco Sabadell se había emperrado en mantener el estatus de sus dirigentes o la ecuación de cambio más favorable para sus accionistas sin que el asunto de la competencia fuera una cuestión nuclear en el debate abierto.

Las megafusiones generan un exceso de concentración bancaria, que es lo peor para el usuario, para el ciudadano bancarizado (todos prácticamente hoy). Sin embargo, injustamente al Sabadell todo el mundo lo ha dado por muerto tras dejar de festejar con BBVA cuando quizá sea el mejor banco de empresas de todo el país por su grado de especialización en comercio internacional y financiación exportadora.

A diferencia de otros grandes grupos bancarios, el banco que lidera Josep Oliu solo ha cometido un grave error de negocio en los últimos años: la compra del británico TSB. Lo pagó caro, tenía bicho dentro y ahora deberá plantearse una salida urgente para convertirse en actor principal y no secundario de la película de su futuro. Si los gestores de la entidad son capaces de hacer los deberes con TSB y venderlo al mejor precio posible (aunque sea con pérdidas) sin un impacto destacado en su capital, al Sabadell aún le queda partido por jugar en tiempos de postpandemia. Y la cotización de sus títulos podrán recuperar una parte del castigo al que los inversores bursátiles que creían más en el BBVA de los FG y Villarejo que en el prudente banco catalán le han infligido en el último lustro.

Si la entidad de origen sabadellense no se duerme en los laureles, aún tiene capacidad de reacción. Un prudente ajuste de costes puede mejorar su rentabilidad y hacerle protagonista de una fusión internacional o de una alianza transfronteriza que el BCE apoyaría. Además, mantendría íntegra su capacidad de desarrollo en el mercado español. Así que quizá no tiene sentido derramar una sola lágrima por un matrimonio que no pudo ser por razón de dote y lo que toca ahora es regresar a festejar en la búsqueda de una nueva pareja menos dominante en el apareamiento.