Ha tenido que ser Wall Street quien llamara la atención sobre una empresa de origen familiar como Grífols para que se comprobara que no siempre la estructura de propiedad de una organización orientada alrededor de un clan de parientes es la mejor de las posibles.
En Grífols se da la circunstancia de que un abogado intrépido como Tomás Dagà, siempre próximo al propietario, ganó relevancia con los años en el desarrollo y diseño de la multinacional del plasma, pasó de generación, y ahora es visto como el máximo artífice de las chapuzas en la gestión que el fondo Gotham City Research ha denunciado hasta provocar un auténtico seísmo en el gobierno corporativo de la compañía y, por supuesto, en la cotización de la acción.
Dagà formaba parte del grupo de family & friends que siempre estuvo cerca de la propiedad. Sus artes mercantiles hicieron crecer al grupo, optimizar la fiscalidad de la familia propietaria, invertir desde la propia Grífols en negocios distintos y trasladar a Luxemburgo una especie de patrimonial desde la que se tomaban vía operaciones vinculadas las principales decisiones.
Suyo es el mérito de esos avances y parece que también de los flancos que dejó abiertos cuando la empresa abandona la esfera de la familia propietaria y necesita aplicar políticas de transparencia y buen gobierno, propias de firmas cotizadas en la meca del capitalismo bursátil mundial.
Grífols tiene hoy un problema y gracias a que detrás de todo el entramado de deuda, consejeros, familiares y otros stakeholders existe una empresa de verdad, con producto y servicio, el golpe propinado por los especuladores y los guardianes del mercado se podrá superar. ¿Cómo? Pues seguramente gracias a la intervención de capitales internacionales que acaben eliminando el adjetivo familiar del apellido de la organización.
El caso de los Grífols no es único ni exclusivo, aunque sí el más llamativo. Muchas otras empresas catalanas viven procesos de transformación en su capital que les harán perder la condición de familiares gracias al proceso de globalización de capitales y al exceso de dinero circulante en el mundo de los negocios, que busca oportunidades de aterrizaje y rentabilidad.
Hubo un momento en que las familiares constituyeron el 88,3% de todas las empresas privadas catalanas. Eran las inductoras del 76% del empleo privado y del 69% del valor añadido bruto. Muchas eran exportadoras, habían sobrevivido al menos una generación y el 5% de ellas tenían carácter centenario, según datos de la Asociación Catalana de la Empresa Familiar. Si existía algún hecho diferencial en materia empresarial en Cataluña, la propiedad de sus empresas era uno de ellos.
Años antes del Covid, los grandes fondos y grupos de inversión empezaron a repasar algunos sectores y compañías que perdieron la condición de industrias familiares. Pasó con las cavistas Freixenet y Codorniu, pero el fenómeno empezó a calar en muchos otros ámbitos de actividad productiva.
Se vendió Caprabo, Miquel Alimentació, Panrico… Las familias propietarias escuchaban, primero, y admitían, más tarde, suculentas ofertas por renunciar al capital de los proyectos que habían lanzado y evolucionado. A partir de ese momento, unos jóvenes economistas se encargaban de mejorar las ratios de eficiencia, productividad y, sobre todo, rentabilidad de aquellos negocios en los que se introducían.
Han existido intentos claros de resistencia a ese fenómeno generalizado, pero la verdad es que no han gozado de gran éxito. De entre las cinco primeras empresas familiares españolas (Mercadona, Inditex, El Corte Inglés, Acciona, Ferrovial…) no hay una sola catalana. Y sin embargo, eso sucede en un marco en el que existen compañías con una inmejorable posición en sus respectivos mercados (Agrolimen, Mango, Vall Companys…).
La crisis de Grífols es, en cierta manera, un retrato de lo que sucede con la empresa catalana de propiedad familiar. El 70% de las sociedades no pasan el corte de la primera generación y pese al impacto positivo que tienen en su territorio y en el empleo generado, la fórmula va agotándose por la propia dificultad interna de continuidad. Que llegue un fondo a la puerta con una chequera, reduce los problemas familiares en un 'plis, plas' y casi hace más visible la obra fundacional de los primeros familiares que el intento de perseverar con la fórmula de los parientes y propia continuidad originaria del negocio.
Pronto compañías como la perfumera Puig o Mango, por citar algunas, caerán en manos de la seducción bursátil. Seguirán los pasos de Fluidra, Almirall u otras que sucumbieron a los mercados globales de capital y a las que tampoco le ha ido del todo mal: los fundadores han rentabilizado su esfuerzo inicial y se libran en parte del problema sucesorio. Si los descendientes funcionan, seguirán en el puente de mando. Si no es así, los mercados y nuevos propietarios resultarán implacables.
Por si todo lo que sucede en el contexto económico global resultara insuficiente, en los últimos años de convulsión política en Cataluña se han erradicado las políticas industriales que otrora practicaron Jordi Pujol y sus gobiernos.
Entre las firmas que movieron su sede social a Madrid, las que preferían invitar a un ministro o a un integrante de la casa real a inaugurar una nueva línea de producción o instalación, lo cierto es que la empresa catalana tradicional se ha diluido de manera acelerada. No es que el procés las haya evaporado, sino que ha contribuido de manera negativa a su continuidad como marca del territorio y, por si fuera poco, ha expulsado a muchos propietarios a tributar a otras zonas de España y del extranjero gracias a la voracidad fiscal de los últimos gobiernos catalanes.
Un combinado perfecto para ir diciendo adiós a un genuino y singular modelo de estructura empresarial que tanta gloria produjo antaño.