Las ciudades son, en general, más caras que las zonas rurales. Seguro que cualquiera lo ha comprobado en algún viaje. Es un contrasentido, porque en el ámbito urbano la concentración de servicios y las facilidades de distribución debieran producir el efecto contrario, el de la disminución de precios. Sin embargo, la inflación se rige por otra ley inexorable, la de la oferta y la demanda, que sigue prevaleciendo por encima de otros argumentos para fijar niveles de carestía de vida.

En Cataluña siempre ha sido más caro vivir que en otros territorios de España, salvo, quizás en algún momento, Madrid. Los economistas estudiaron que existía una inflación estructural que hacía unas décimas más cara la cesta de la compra catalana que la de otros puntos de España. Se estudió todo, la demografía, la renta, la morfología territorial, las infraestructuras... y jamás se llegó a una conclusión clara de cuál era la razón de ese fenómeno enquistado.

En los últimos años se ha agregado una razón adicional: la fiscalidad. El pago de tributos en Cataluña es más elevado que en el resto de España. Desde impuestos ligados al trabajo, como el IRPF que liquidamos en las declaraciones de la renta, hasta los que están vinculados a la posesión o la herencia (patrimonio y sucesiones), todos ellos presentan unos niveles superiores a los de otras comunidades autónomas españolas. El trabajo realizado por María Jesús Cañizares y Gonzalo Baratech que publicamos en Crónica Global apoya esta tesis.

Cataluña será más pobre en los próximos años y no sabemos qué pretenden o proponen los políticos del país para contrarrestar ese fenómeno

Pero se da la circunstancia de que en los próximos días vamos a leer los programas electorales de diferentes formaciones políticas y que la referencia a esta carestía diferencial de la vida, en términos de IPC y de tributación, tenga un reflejo mínimo o casi nulo en las propuestas de los partidos que concurren a las elecciones del 21D. Desconozco si es por el desconocimiento de esta situación que tiene buena parte de la clase política o si obedece al desinterés mayúsculo que les producen estas cuestiones.

Además, es muy probable que las propuestas programáticas que incluyan para que retornen las más de 2.000 empresas que han huido hacia otros puntos de España tampoco sean más que un desiderátum o una fe de intenciones. Que Gabriel Rufián diga que no pasa nada porque de las más de 200.000 empresas existentes se hayan ido apenas un par de millares pone de manifiesto la ignorancia supina de algunos políticos amateurs, que son incapaces de reconocer su peso en el PIB, los volúmenes de negocio y, en consecuencia, tributación que aportan las compañías emigradas. Se trata de un dinero que no tendremos en forma de impuestos y tampoco por la economía inducida que produce la existencia de una sede social en uno u otro territorio. Actividad, dicho sea de paso, de la que genera servicios de valor, uno de los bienes más codiciados por cualquier economía desarrollada.

En síntesis, Cataluña será más pobre en los próximos años y no sabemos qué pretenden o proponen los políticos del país para contrarrestar ese fenómeno. Ni tampoco tenemos idea de cómo afrontarán la confiscatoria fiscalidad que soportamos. Sin embargo, durante la campaña escucharemos hablar de presos políticos, represión policial, paraísos (no fiscales, sino de independencia) y otros muchos conceptos tan desligados de la vida cotidiana y de las preocupaciones reales que deberemos esperar otro proceso electoral para recuperar el tiempo perdido. Si por algo debemos aspirar a pacificar la política catalana es precisamente por esto, para que la realidad regrese a la casilla de salida del debate público y se diluyan de una vez por todas las quimeras de los últimos años.