La segunda quincena de julio es la primera gran entrada en las vacaciones de buena parte de la población. Igual de habitual son las colas y atascos que sufren todo tipo de infraestructuras que facilitan el inicio de la temporada de asueto, que este año llega en medio de una ola de calor que derrite a toda Europa. Más allá de las altas temperaturas, los colapsos tradicionales han ido a más.
La AP-7 es una vía a evitar desde que se liberalizó. Levantar las barreras del peaje fue muy celebrado, pero la falta de planificación e inversión que ha seguido a una decisión política (y populista) implica que lo que debería ser una autopista --rápida-- se convierta en una ratonera cada día de la semana ya sea hacia el norte o hacia el sur.
Todo ello, sin que nadie asuma responsabilidades al respecto, otro clásico de nuestro país. Se apunta que las distracciones al volante son las principales culpables de los numerosos accidentes que tienen lugar en la vía sin ni siquiera plantear una posible solución. Cuestión que contrasta con la situación anterior al final del peaje, cuando era una de las carreteras más seguras del Estado. Cara, pero sin apenas accidentes y con pocas víctimas mortales, la otra gran lacra actual.
La operación salida de este fin de semana ha estado marcada por los atascos y no hay visos de que mejore a finales de mes, cuando otros muchos iniciarán sus vacaciones. Evitarla e ir por vías secundarias es la opción de cada vez más gente. Así, el fin del peaje en la AP-7 ha implicado recuperar la carretera nacional que pasa por los pueblos de la costa catalana. De nuevo, otra realidad que se estrella con el sentido común.
La cosa en los aeropuertos no mejora. La falta de personal en los enclaves del centro y el norte de Europa, donde se despidió durante la pandemia por falta de medidas de flexibilidad como los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) que sí existen en España, ha encallado la operativa. No hay personal en los filtros, ni en las zonas de equipaje, ni siquiera en los servicios a los viajeros. Hay problemas para entrar y los retrasos de los despegues y aterrizajes afectan a todo el continente. Tanto, que un aeropuerto tan importante como el de Ámsterdam ha obligado a las aerolíneas a recortar el 30% de la operativa prevista para este verano.
A eso se le debe añadir la conflictividad laboral, ya que la reincorporación de las plantillas en demasiadas ocasiones se intenta hacer con condiciones peores a las de marzo de 2020. En otros casos, las pugnas latentes que había en ese momento han madurado en casi dos años y medio y ahora han explotado. De nuevo, con consecuencias fatales para el consumidor porque o bien se queda en tierra o debe vivir una odisea para recuperar sus maletas. “Es mejor que, depende de a qué aeropuerto se tenga de destino, se lleve la maleta a bordo”, indicaba hace pocos días un responsable de El Prat en petit comité.
En los últimos cinco meses se han recuperado las cifras de pasajeros de 2019, año récord en el turismo. Los europeos no han viajado en masa los últimos dos veranos y existía una demanda retenida que ahora ha generado un efecto rebote. Todo ello, sin contar aún con los que vienen de parte de Asia y la Europa Oriental, todavía afectados por el Covid y las consecuencias de la guerra de Ucrania.
Es decir, había suficientes advertencias, avisos y mensajes de que se iba directo a un verano de colapso. Pero simplemente se ignoraron. O, peor aún, hemos creado instituciones tan mastodónticas y burocráticas que carecen de la flexibilidad necesaria para brindar soluciones en el corto plazo. ¿Tanto costaba que, al final, sea mejor quedarse en casa?