El respeto institucional es una cuestión básica en el contrato social que nos hemos dado como población moderna. Con todo, nos iremos de nuevo de vacaciones con el prestigio y deferencia inherente a las instituciones públicas del país, de nuevo, muy tocados. Y no por fuerzas externas que intenten desestabilizarnos, sino por los propios garantes del mismo.
Como informamos, el último movimiento del independentismo para proteger el patrimonio personal de los promotores del procés deja al pie de los caballos el proyecto de convertir el Institut Català de Finances (ICF) en un banco público. El objetivo que se persigue desde la anterior década y que es tan prioritario para las fuerzas públicas que incluso ha aparecido en pactos de investidura --Pere Aragonès es presidente, entre otros, por este compromiso adquirido con la CUP--, se queda en nada por el uso político de la institución. O, lo que es lo mismo, el empleo particular que se hace del mismo por un Gobierno más preocupado por proteger bolsillos que por el futuro de una institución que les sobrevivirá.
Más allá de la discusión sobre la justificación del Tribunal de Cuentas para reclamar 5,4 millones de fianza por el presunto desvío de dinero de la Generalitat a la internacionalización del procés, que aún se debe demostrar y que cuenta con un voto particular de los propios promotores, el daño en la reputación del ICF ya está hecho. Ni el propio consejero delegado, Víctor Guardiola, apoya el aval que se les ha brindado a los ex altos cargos de confianza y políticos encausados por el fiscalizador del gasto público. Al final, ha sido un político, su presidente, Albert Castellanos, el que ha hecho decantar la balanza y desbloquear una operación económica que ninguno de los independientes que forman parte del organismo ve con buenos ojos, y que por eso decidieron dejar el organismo antes de facilitar el movimiento (y asumir sus consecuencias).
El propio ICF ha tirado la toalla sobre el futuro papel que jugará en la sociedad catalana. Acepta que en mucho tiempo no ejercerá de banco público porque es harto complicado que el Banco Central Europeo le brinde una ficha a una institución abiertamente politizada. Demasiados problemas tuvo el fiscalizador comunitario en la doble recesión pasada para ser flexible en este punto.
Pero, de nuevo, el blindaje que deberían garantizar los gestores de las instituciones se ve superado por la pulsión independentista. Una cuestión de sentimientos en la que también se alimenta el relato sobre la presunta falta de democracia del Tribunal de Cuentas. ¿Es realmente un organismo de partido? De entrada, investiga los desvíos de fondos públicos al procés por una petición de PP y PSOE que salió de la comisión mixta del Congreso y el Senado. Más allá de quién tiene silla en el mismo, se trata de un organismo fiscalizador con análogos en el resto de Estados comunitarios e incluso a nivel autonómico.
Si ponemos la lupa en lo que ocurre en Cataluña, aquí hay dos organismos que realizan un trabajo parecido por la falta de confianza histórica entre los neoconvergentes y ERC. Eso sí, sin capacidad sancionadora porque esto es una competencia estatal. Hay una Sindicatura de Comptes y los republicanos instaron la creación de la Oficina Antifradue en los gobiernos tripartito para poder destapar los pufos que habían dejado sus antecesores en la Generalitat, ahora sus socios de aventuras independentistas, pero con la misma desconfianza como marca de la casa en la relación que mantienen desde hace años.
La falta de respeto institucional se repite en otros organismos destinados a ser los garantes del contrato social. El Síndic de Greuges, Rafael Ribó, no tiene reparos en montarse una “lámina de agua” ante su despacho ni en viajar alrededor del mundo para autopromocionarse (a costa del presupuesto público) en época de recortes. Pero al no existir el consenso político y social necesario para buscar un relevo, se perpetúa en un cargo y continúa de este modo la decadencia del organismo que encabeza, cada vez menos defensor del pueblo y más de sus intereses personales.
No es una exclusiva de la Generalitat y sus entidades satélites. Los comunes usan el Ayuntamiento de Barcelona como si fuese su cortijo particular, con el PSC de socio al que ni siquiera se le consulta para realizar cambios de calado como la movilidad durante la pandemia.
Que la ciudadanía considere que tu gestión es uno de los principales problemas de la ciudad (el tercero) en la encuesta municipal y la oposición en bloque te repruebe (con pactos inauditos como el de JxCat, ERC y PP), debería abrir un período de reflexión al Ejecutivo local. Pero el partido que lo lidera responsabiliza de ello a fuerzas fatuas de un extremismo que solo ven ellos, y siguen sin apearse ni un milímetro de sus decisiones. Ni siquiera responden a la petición de diálogo que se les hace llegar desde las partes.
Confundir la institución con el patio particular de uno es un error demasiado común entre la clase política actual. No debe sorprender que, en este contexto, el de unos dirigentes sin el más mínimo sentido de la institucionalidad, una presidenta del Parlament como Laura Borràs haga gala de no permitir el turno de palabra a la oposición con una camiseta con una frase suya, un curioso masaje a su ego al mismo tiempo. El chiste está hecho y se ha ganado sus 10 minutos de gloria en Twitter, cuestión que ahora es capital. Pero, ante esta dejadez de funciones, ¿quién defiende el contrato social? Y, lo más importante, ¿alguien ofrece alguna alternativa real si nos lo cargamos?