La odisea que está pasando la industria del automóvil en la transición hacia el coche eléctrico sería esperpéntica si no fuese por el severo impacto que tiene en la economía, el empleo y el bienestar de nuestro continente.
Cuando aún resuena el claro mensaje de Draghi en su informe para la Comisión Europea sobre la competitividad europea, manda narices que un financiero hable ahora de reindustrialización, nuestros burócratas hacen todo lo posible por cargarse la primera industria europea, motor de innovación, impulsor del comercio internacional y “madre” de otras industrias.
El Grupo Volkswagen, por hablar del más grande, cuenta con 119 instalaciones de producción en 19 países europeos y 10 países del resto del mundo, empleando a 676.000 personas de manera directa con un enorme efecto multiplicador. Su facturación (325.000 millones) supera al PIB de Chequia o Rumanía, por ejemplo. Pero no solo es Volkswagen. Europa cuenta con Renault, con Stellantis, con Mercedes, con BMW… la riqueza generada por el sector es enorme (genera más de 13 millones de puestos de trabajo en Europa) y ahora se ve seriamente amenazada por la hipocresía woke.
Desde 1992, la industria europea fue marcando unos límites de emisiones para tratar de reducir la contaminación. Así nacieron las sucesivas normas Euro X, de obligado cumplimiento en vehículos nuevos. Pero en 2015 se descubrió, en Estados Unidos, oh, casualidad, que un buen número de fabricantes europeos estaban incumpliendo la normativa de manera fraudulenta a través de alteraciones en la electrónica del motor en modo prueba al no haber llegado a la excesivamente exigente evolución.
La credibilidad del sector saltó por los aires y se decidió dar un volantazo. En lugar de continuar con una evolución de los motores de combustión tal y como estaba previsto hasta llegar a utilizar el hidrógeno como vector energético, se dio un salto al vacío y se proclamó que la solución a los problemas del calentamiento global estaba en el coche eléctrico enchufable. ¡Habíamos salvado el planeta!
Las mentiras, también las populistas, tienen las patas muy cortas. Se calcula que el transporte europeo es responsable del 3,5% de las emisiones de CO2, y los turismos, menos de la mitad de esa cantidad. O sea, nos cargamos una industria por un 1,7% de las emisiones, y eso asumiendo que toda la energía eléctrica fuese renovable, algo absolutamente falso: el 40% es de fuentes renovables, el 20% nuclear y el otro 40% de combustibles fósiles. Olvidándonos de las muchas, y nocivas, emisiones de la fabricación de baterías y de su complejo reciclaje ya se ve que el balance no es para tirar cohetes.
La verdad es que al ciudadano medio europeo todos estos cálculos le dan más o menos igual, le han dicho que ahora lo que mola es el coche eléctrico, y coche eléctrico que se compra… o no. Tras unos inicios más o menos prometedores las ventas de vehículos eléctricos enchufables se están parando en toda Europa porque los problemas son superiores a las ventajas para la mayoría de los ciudadanos que no cuentan con tres o cuatro coches en sus casas.
Es maravilloso salir de un chalet de Sant Cugat e ir a trabajar a Barcelona en coche eléctrico, para luego coger los viernes un 4x4 para subir a La Cerdanya. Pero no todo el mundo vive en una casa ni tiene posibilidad de comprarse al menos dos coches. Además, los vehículos eléctricos siguen siendo más caros que los de combustión interna y en España sigue habiendo menos cargadores de los que harían falta para no ir agobiado por la carretera.
El parón de venta de coches eléctricos tiene diferentes causas según la realidad de cada país, pero se puede resumir en que es un vehículo que no responde a las necesidades de todos los ciudadanos. Y ese parón ha pillado a los fabricantes con el pie cambiado. Han hecho enormes inversiones y varios de ellos han elegido una estrategia sin marcha atrás apostando todo al coche eléctrico enchufable. Salvo Renault, que de manera más que inteligente creó dos divisiones, Ampere para los eléctricos y Horse para el resto, o Seat, que solo electrifica Cupra, el resto de los fabricantes están frenando su carrera hacia al abismo.
Uno tras otro los fabricantes anuncian que van a seguir fabricando vehículos con motor de combustión interna y es más que probable que la prohibición de vender coches con motor de combustión se posponga más allá del inviable 2035. Y también es más que posible que los fabricantes vuelvan a la senda del sentido común y añadan a sus catálogos motores eficientes de todo tipo.
El problema, muy serio, es que una decisión aparentemente poco meditada les ha debilitado al haber realizado grandes inversiones que de momento no son muy rentables y, además, varias fábricas están parando ante la falta de pedidos. Y, en paralelo, China está exportando coches a mansalva a Europa y puede pasarnos como con, por ejemplo, los electrodomésticos o las televisiones, ahora monopolio asiático.
El lío en el que nos hemos metido lo evidencian los problemas con los aranceles de los coches chinos. Los queremos, salvo que fabriquemos algún modelo en China, como es el caso de Cupra, o nos demos cuenta de que ir a fomentar la exportación del cerdo simultáneamente cuando vamos a poner un arancel no es especialmente oportuno, como nuestro presidente del Gobierno en su reciente viaje a China.
Ojalá vuelva la cordura y el mercado pueda elegir lo que más le conviene, sin sobrerregulaciones tan incoherentes como lesivas para nuestra economía.