El Consejo de Ministros aprobó esta semana un fantástico Plan de Acción por la Democracia. Incluye 31 medidas de variado pelaje, que se pretende desplegar en el curso de los próximos tres años.
Se trata de un revoltijo de iniciativas inconexas y deslavazadas. Su puesta en marcha requerirá de cambios legislativos profundos. Dada la tambaleante mayoría que apalanca al PSOE en el Congreso, le va a costar sobremanera sacarlas adelante.
Estas propuestas se asemejan a otros fuegos de artificio y brindis al sol a los que nos tiene acostumbrados el mago Pedro Sánchez.
Sus portavoces sostienen, con estupefaciente desenvoltura, la falacia de que el citado plan reviste una legalidad inmaculada, pues “emana de nuestra Constitución, del Parlamento Europeo y de la Comisión”.
Sus actuaciones más destacadas conciernen a los medios de comunicación, a los que el régimen sanchista ansía silenciar.
Entre otros tejemanejes, pretende obligar a las empresas del sector informativo a inscribirse en un registro público, dependiente de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia; especificar quienes son los accionistas de referencia; y cuantificar el importe de la publicidad institucional que reciben.
Además, planea modificar las disposiciones relativas al derecho al honor y a la intimidad, así como al derecho de rectificación.
Sánchez asegura que, de esta forma, se alcanzarán los siguientes objetivos cardinales.
Primero, desterrar para siempre la “desinformación” y la “máquina del fango” con las que la “ultraderecha” está asediando España.
Y segundo, evitar que pululen por internet periódicos de escasa circulación que, no obstante, gozan de copiosas subvenciones emanadas de las administraciones.
Sobre esto último podría ilustrarle su colega Salvador Illa, que conoce muy bien el percal mediático de Cataluña.
A título de ejemplo, las millonarias sumas que el Govern y sus satélites derrochan cada año en publicidad, autobombo y propaganda, jamás se han distribuido sobre la base de estrictos criterios de audiencia. Por el contrario, el dinero oficial se ha repartido siempre a manos llenas entre los turiferarios, los amiguetes y los acólitos de los partidos separatistas.
Es harto dudoso que editor alguno vaya a acoger con deleite el corsé regulatorio que el Gobierno central ambiciona implantar. Porque en tal caso se verían forzados a desnudarse y detallar hasta el último céntimo las mamandurrias que recolectan cada año de la Generalitat.
Por mucha palabrería huera y grandilocuente que utilice el Ejecutivo, lo que subyace en ese batiburrillo fiscalizador es un afán inquisitorial e intervencionista sobre los diarios digitales.
Sánchez quiere acallarlos para que no sigan difundiendo los escándalos protagonizados por su esposa y su hermano músico.
El presidente urdió su proyecto censor durante los cinco días sabáticos que se tomó en abril, después de que la prensa destapase las irregularidades perpetradas por su mujer en la Universidad Complutense de Madrid, que derivaron en su imputación.
El caso de Begoña Gómez recuerda al conocido dicho celtibérico del maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela. Pese a que carecía de titulación universitaria, la señora hizo que el rector Joaquín Goyache le montase a todo trapo una cátedra extraordinaria, llamada pomposamente “Transformación Social Competitiva”, en la cual Begoña pudiera lucir palmito, rodeada de doctores y birretes.
Tengo para mí que con su embestida contra los diarios privados, Pedro Sánchez ve la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. La amenaza más grave que afronta este país no son los “tabloides digitales” y los pseudomedios, como repite machaconamente el vasto aparato de agitación gubernamental. El verdadero peligro es el propio Sánchez, un ególatra sin escrúpulos cuya conducta se asimila cada día más a la habitual entre los dictadores de las repúblicas bananeras.