La llegada del buen tiempo ha sido casi paralela a la explosión del optimismo por el futuro más inmediato. Las reservas vacacionales se han disparado, las vacunaciones avanzan a buen ritmo y la Generalitat promete que a partir de julio los catalanes de 16 años o más ya podrán reservar hora para vacunarse (ya que la logística de la inmunización se ha cedido a la valía de cada uno con la aplicación del CatSalut). Bruselas ha elevado al 5,9% la previsión de crecimiento para España en 2021 y se respira un ambiente de happy twenties por el fin de la pandemia que veremos si es sostenido en el tiempo.
Incluso se permite soñar con poder salir de casa sin mascarilla y no tener que regresar a por ella. El Govern en funciones anuncia que se amplían los aforos de comercios y espectáculos una semana después de permitir por fin servir cenas en restaurantes (hasta las 23 horas) y da otro paso de la segunda gran desescalada, la del también segundo verano del coronavirus.
Mientras una parte del mundo empieza a ver la luz al final de un túnel pandémico inesperado y largo, el optimismo que se empieza a imponer contrasta con otras realidades en el plano institucional. Desde el bloqueo de la investidura en Cataluña, cuestión que genera cada vez más distancia con la ciudadanía (con lo peligroso que eso es), a la falta de relevos claros en el horizonte que aporten aire fresco a una situación enquistada.
La inexistencia de valores al alza que puedan aportar algo nuevo no es una falta exclusiva de la política. También se da en otras organizaciones tan claves en el orden social que hemos construido como son los sindicatos. UGT celebra a partir del próximo martes su congreso confederal, cita en que Josep Maria Álvarez reeditará su cargo como secretario general cuatro años más. Los intentos de articular una lista alternativa han caído en saco roto y, salvo sorpresas de última hora, la candidatura del histórico líder catalán será la única que someterá a consideración de los afiliados.
No es que Álvarez no sea válido para ocupar el cargo, pero se dará la casuística de que UGT va directa a estar liderada por un jubilado y eso genera tensiones en ciertos ámbitos. Desde su entorno se apunta a la posibilidad de un medio mandato para preparar una transición tranquila. Pero las candidaturas para este relevo ordenado son escasas, y otros sindicalistas en proyección como Carmen Castilla o Pedro Hojas no están en estos momentos por la labor.
Todo ello, en una organización que ha sufrido en los últimos años. UGT limitó el número de federaciones en plena crisis para ganar eficiencia en la gestión interna y las consecuencias de las fusiones de sectoriales que se dieron aún se arrastran. Todas ellas relacionadas con una cuestión muy alejada de la defensa de los derechos laborales, la necesidad de mantener una silla de personas que llevan demasiados años en la central sindical y que se verían obligados a volver a sus empresas de referencia.
La pregunta que está en boca de muchos en UGT es si la imagen que se dará en el próximo congreso confederal es la mejor posible. Como mínimo, se ha conseguido mostrar una unidad (que no consenso) total. También se debe tener en cuenta que no todo el mundo está dispuesto a pagar el precio que supone bajar a la arena y bregarse en la primera línea de una institución pública. Estar en el foco mediático y tocar poder resulta adictivo, pero las consecuencias negativas son muchas y perduran en el tiempo. Incluso cuando se ha perdido la capacidad de influencia.
Aún es peor aquellos líderes del pasado que aún tienen la convicción de que son referentes y que aún son clave para establecer las claves futuras de una institución. Saber retirarse a tiempo es una gran virtud. En tiempos difíciles, una necesidad. Cuando el optimismo está desatado, una obligación.