La atmósfera de esta semana en España es de una calma poco usual. Todo está parado a la espera de la tormenta que se puede desatar con la investidura que el PSOE y Podemos (ahora de la mano) quieren iniciar el próximo 16 de diciembre. Está en manos de ERC, los denominados independentistas sensatos en algunos círculos y que, de nuevo, deberán demostrar si pesa más esta atribución o el miedo a ser señalados como otros botiflers de la patria catalana.

El partido de Oriol Junqueras y Pere Aragonès --Marta Rovira se reivindica como secretaria general en el exilio, pero su incidencia es limitada-- está de nuevo bajo el foco mediático. Tiene la llave del futuro Gobierno, algo que podría ser bueno a priori, pero la exposición y las presiones que llegan de todos los lados propician que la paralización actual prosiga.

Los equilibrios son tan necesarios como complejos. El propio vicepresidente económico de la Generalitat juega a ellos, ha puesto sobre la mesa demandas que sabe que son imposibles de asumir por la otra parte (amnistía, referéndum de autodeterminación y hablar de represión en Cataluña) y deja claro ante los micros que no pasa nada porque la votación para que el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no salga adelante hasta 2020. Pero a nadie se le escapa que los recelos actuales crecerán cuanto más tiempo transcurra.

ERC negocia la abstención, no un voto a favor. Cuestión que no se debería olvidar. Como tampoco que existen otras posibilidades de conformar una mayoría en el Congreso. Que el nuevo Ciudadanos de Inés Arrimadas se sume al acuerdo PSOE-Podemos es más complicado, especialmente por lo que se refiere a la continuidad del propio Sánchez. Pero brindaría una oportunidad de oro para un intercambio de cromos (en Madrid) en el que el partido marcaría distancias con un Vox que ha centrado su discurso radical en una cuestión tan sensible como la violencia contra las mujeres, con la interpretación de Ortega Smith en las últimas horas incluida.

Mientras, en Cataluña, JxCat espera un paso en falso de ERC para convocar las elecciones y prosiguen las polémicas caseras, lingüísticas en su mayoría. La flexibilización o blindaje de la inmersión lingüística --aún es una herejía reconocer que en algunas zonas de Cataluña el español se domina tan poco como el catalán en otras y que se deberían reforzar en las aulas, como pidió el PSC en su tibia oposición a esta política (en línea a lo que ya reclamó y después retiró el consejero republicano Bargalló)-- y la campaña del Ayuntamiento de Barcelona contra el machismo en la que los personajes que deben ir al rincón de pensar usan en su mayoría el español. Estereotipos que se niegan y luego se reproducen.

La calma chicha tiene fecha de caducidad, ya que mientras ERC-PSOE-Podemos hablan, los congresistas electos recogen sus credenciales y se prepara el inicio de otra legislatura en que no hay más tiempo de demora. Especialmente, en el capítulo económico, el más sensible en un contexto de ralentización del crecimiento. La hora del patio se acaba y se necesitan políticas. España (y Cataluña) requiere de políticos en mayúsculas que las apliquen.