La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce. El aforismo pertenece a Jorge Luis Borges, un escritor que no parece formar parte de la biblioteca de la aún alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Su comparecencia para comentar el batacazo en las elecciones municipales es el acto final de una tragicomedia que ha durado cuatro años y ha empobrecido la Ciudad Condal, su marca internacional, su actividad económica y su vitalidad cultural. Batacazo, sí. Perder desde el Gobierno requiere gran esfuerzo. Que se lo pregunten al exalcalde Xavier Trias, por ejemplo.
El mal perder de Colau no es suficiente digno, no tiene nombre. O sí, el mismo que toda su obra de gobierno: la demagogia como eje central de un progresismo adaptado a las artes escénicas. Ya está bien, doña Inmaculada, de culpar a las familias, los lobbys y las grandes corporaciones de su manifiesto fracaso como gobernante. Debería darse cuenta de una puñetera vez que puede ser de izquierdas, tener conciencia social y abogar por la modernidad sin necesidad de incurrir en excentricidades, falsas escenificaciones y populismos cimentados sobre el marketing político.
Jaume Asens, Gala Pin, Eloi Badia, Mercedes Vidal, Gerardo Pisarello y Adrià Alemany desde la alcoba han sido los compañeros de responsabilidad. Accedieron al consistorio con una especie de guerracivilismo que sin discriminar se enfrentaba con todo lo que se edificó durante 40 años de democracia municipal. Las tonterías con la escultura de Juan Antonio Samaranch u otros simbolismos fueron la tarjeta de presentación. Ahora sus compañeros de partido han perdido Barcelona, Zaragoza, pueden perder Madrid y el resultado lo dice todo: a Colau la votaron en 2015 un total de 176.612 barceloneses. Cuatro años más tarde, con mayor participación electoral, sus apoyos se han reducido a poco más de 155.000 partidarios. Ese retroceso de veintitantos mil votos, y no ninguna falsa conspiración que amaga errores propios, es lo que lleva a perder la vara de mando a la alcaldesa.
Llega el día después. Complejo, será un tablero de ajedrez. Colau se ofreció al vencedor Ernest Maragall para hablar de un gobierno de izquierdas. El candidato de ERC recogió el guante. Dijo que hablaría de la ciudad con todos, y además no pronunció la frase “Barcelona independentista”, para no ahuyentar a un triunfante Jaume Collboni (PSC) ni a nadie con quien trabar alianzas de gobernabilidad. ERC tiene por delante retos importantes: sustituir a Junts per Catalunya, la antigua CiU, como partido principal del poder municipal en Cataluña. El territorio le ha sido favorable en estas elecciones, lo que dará acceso a sus dirigentes a más consejos comarcales, diputaciones provinciales, empresas públicas, financiación… Si de verdad, como dicen en privado sus líderes, aspiran a la centralidad política ahora podrán demostrar en Barcelona cómo se aplica esa receta. Si se reiteran en el identitarismo nacionalista desde el consistorio barcelonés no entenderán que los electores han escogido tres concejales soberanistas menos que los existentes hasta la fecha. Si apuestan por los pactos exentos de radicalidades entrarán en la fase de madurez que siempre se les resiste.
Habrá tiempo para hacer evaluaciones de otros colaterales de estas elecciones, pero la operación Manuel Valls no ha cuajado. El exprimer ministro francés ha cerrado su participación en las elecciones con un resultado casi idéntico al de Carina Mejías en 2015 con la única marca de Ciudadanos. Ni ha frenado al soberanismo, ni ha sido capaz de nuclear alrededor de su figura un proyecto barcelonés con capacidad para entusiasmar a los constitucionalistas de la ciudad. El repliegue de Ciudadanos en Cataluña sorprende y empieza a pasar factura. Cerca de ellos, un controvertido Josep Bou mantiene la representación municipal del PP pese a la corriente de pesimismo que invadía a su partido desde las elecciones generales. Ha sido por tan pocos votos que su vitalidad como candidato fresco y nada político ha sido determinante.
No puede pasar inadvertido que la radicalidad antisistema y soberanista de la CUP también abandona el Ayuntamiento de Barcelona. Su retroceso es intenso en otras poblaciones catalanas. Junto a la derrota de Colau son las mejores noticias del resultado electoral. El proyecto que proponían ambas fuerzas restringía el avance de la ciudad e hipotecaba de manera grave al conjunto de la autonomía.
Los cambios en el mapa municipal tienen una importancia nada desdeñable para otras dos instituciones. Una es la Diputación Provincial de Barcelona, que ahora estaba en manos de los postconvergentes. La otra es el Área Metropolitana de Barcelona (AMB), organismo supramunicipal con múltiples competencias en transporte, medio ambiente e infraestructuras sobre los 36 municipios vecinos de la Ciudad Condal que la componen. Está por ver si se mantiene la tradición de trasladar su presidencia al alcalde de la capital o en las negociaciones que se abran en las próximas horas esa puede ser moneda de cambio para transaccionar apoyos a la hora de suscribir pactos.
Ojalá que hayamos finalizado un ciclo electoral, aunque todo hace pensar que tras la sentencia del juicio por el 1-O tendremos nueva convocatoria en Cataluña. La ciudadanía agradecerá seguro el retorno a la normalidad política después de tanto tiempo continuado de excepcionalidades que se solapaban entre ellas. Barcelona cierra una etapa y abre otra quizá menos incierta, pero también crucial para sus intereses. El paso siguiente será Cataluña, pero ahí la paciencia aún debe ser mayor que la que mantuvimos con la alcaldesa estos últimos cuatro años.