Víctor Català, el poder de lo real
La escritura fue el refugio de Caterina Albert, cuya poderosa imaginación narrativa le permitió compensar la timidez que la atenazó en su vida personal
26 mayo, 2019 00:00Caterina Albert, una joven de buena familia nacida en el pueblo ampurdanés de L'Escala tenía 28 años cuando leyó en un periódico local la convocatoria de un premio literario. Se trataba de los Juegos Florales de Olot, presididos por el poeta Francesc Matheu quien con el tiempo se convertiría en un gran amigo de la escritora. Uno de los premios estaba destinado al mejor monólogo dramático. Lo cierto es que ella precisamente tenía uno ya escrito, entre los abundantes textos literarios que iba acumulando en los cajones de su escritorio. Se titulaba La infanticida. Caterina era la primogénita de una familia de terratenientes, no se había casado ni tenía la menor intención de hacerlo y su físico, abiertamente masculino y poco agraciado, la había conducido a una enorme timidez. Todo lo contrario a su carácter infantil, avispado y dicharachero. Pero el contacto con la escuela cambió su forma de relacionarse con el mundo y, en lo sucesivo, la exposición pública la aterraría, optando por una especie de reclusión voluntaria y volcando su poderosa creatividad en actividades que la complacían enormemente.
Escribir era uno de sus refugios y apenas si corregía los textos, siempre fruto de una inspiración potente pero fugaz. Pero la literatura no era la única de sus vocaciones. También dibujaba, esculpía, componía canciones populares, le gustaba recoger sentencias y refranes catalanes y era una apasionada de la arqueología. Con la herencia de su padre, fallecido en 1890, compró un terreno cerca de Empúries y llevaba a cabo sus propias excavaciones. Su curiosidad intelectual era amplísima, aunque ella siempre sostendría que no sabía nada y que no conocía el mar ni la montaña. Los maestros siempre eran los otros.
Pero desde niña venía siendo una gran observadora de la realidad y a ese talento se unía una poderosa imaginación narrativa, aunque su temperamento artístico estaba todavía por definir. Le habría gustado seguir estudios superiores y licenciarse en Medicina, todo lo relacionado con la vida y sus manifestaciones le interesaba, pero la timidez invencible y la añoranza de la familia se lo habían impedido. Caterina Albert necesitaría siempre la protección de los suyos.
En todo caso, la escritora en ciernes envió el texto al concurso sin comentarlo con nadie, firmándolo con su propio nombre, y a él añadió un libro de versos, El llibre nou, porque también se había convocado en paralelo un premio de poesía. Ganaría los dos y ese fue el comienzo de una carrera literaria excepcional y muy extraña al mismo tiempo. La infanticida fue un impacto. También para su autora, que quedó muda al leer el veredicto de los premios, publicado el 23 de agosto de 1898 en La Renaixença.
El jurado, sin embargo, había mantenido una discusión encendida. El presidente estaba a favor de que se representara la obra, como se establecía en las bases que debía hacerse, mientras que hubo muchas presiones en sentido contrario. Parecía que el tema era demasiado crudo y más todavía escrito por una mujer. ¿De dónde había sacado una joven desconocida en los círculos literarios aquella experiencia de la vida? Es una pregunta que siempre ha quedado abierta. Ante la falta de acuerdo, el jurado se dirigió por carta a Albert rogándole que se personara en Olot antes de la fiesta de los Juegos para ver cómo se podía solucionar el problema, si se podía representar o no. Sea como fuere, la historia de la “noia de L'Escala que escriu” había empezado a correr de boca en boca.
Albert, horrorizada ante la dimensión inesperada y pública que tomaba el asunto, y con la que no contaba, optaría por disculparse y no acudió ni antes ni el día de los Juegos. Se limitó a reclamar los originales y a encerrar su monólogo bajo siete llaves. Y es que La infanticida no era una obra como las demás, estaba escrita para conmover hasta el tuétano de los huesos. Compuesta en verso, gira en torno a un único personaje, una joven temerosa llamada Nela, hija de un molinero desabrido y violento, y quien, desde la pobre celda de un manicomio, evoca los motivos que la condujeron a la situación actual, la de una recluida como enferma mental hasta su muerte. El inocente espíritu de Nela había quedado atrapado entre dos paralelas inflexibles: el amor a Rainer, el hijo del amo del molino y de tantas tierras, y el temor a su padre, siempre levantando su mano y la hoz con que solía acompañarla contra ella. Ambos hombres la habían conducido a cometer un acto cruel y desesperado. La joven, casi adolescente y maltratada por su padre (perra bastarda, bruja, desgraciada...) se había enamorado perdidamente del hijo del amo. Un señorito de la ciudad que la seduce sin escrúpulos. En cuanto conoce su embarazo desaparece dejándola con su desgracia. ¿Qué hacer? Su padre la matará si llega a saberlo. Nela se apalea el vientre como ha visto que se hace con las mulas, hasta sangrar; trabaja toda la noche en el molino haciendo las tareas más duras porque busca la muerte, pero nada es suficiente y el embarazo fatalmente sigue su curso. A pesar de las vendas con que se faja el vientre, la gente empieza a murmurar a qué puede ser debido el imprevisto engorde de la joven. Finalmente Nela pare en el molino, sola y asustada. Y cuando, nada más ver el rostro de la criatura que ha alumbrado y entregarle la primera caricia, oye la voz amenazante de su padre y ve la sombra de la hoz en las paredes blancas, ella, aterrorizada, arroja la criatura a la muela del molino que la engulle de inmediato. Y el telón cae.
El presidente del jurado, Francesc Matheu, denunciaría días después en La lectura que hubo mucho interés en que no se representara la obra. ¿Era por el tema? ¿Por cuál de ellos: el infanticidio o bien la denuncia de las conductas masculinas? ¿Era porque estaba firmada por una mujer? En todo caso, aquella experiencia marcaría de por vida a Caterina Albert que vio cómo el pequeño escándalo que rodeaba su nombre había llegado a L'Escala sacudiendo la paz de su casa. Se dijo que aquello no volvería a ocurrir. Y, en efecto, en los años siguientes Albert daría a la publicidad obras magníficas --entre ellas sus decisivos Drames rurals (1902) y Solitud (1904)--, todas en la misma línea. Historias trágicas, relatos inmisericordes en su final que muestran la presencia de una enorme mezquindad en la convivencia humana, frente a la exaltación mística que ofrece la naturaleza. Vivir en un pueblo, tal como lo piensa y describe la escritora, es vivir en una especie de presidio donde todo el mundo observa y es observado. Nadie escapa al destino inmisericorde de la violencia rural, el maltrato y la infelicidad marcados a fuego desde la más tierna infancia.
Curándose en salud, Albert se había despojado de su nombre para rebautizarse a sí misma como Víctor Català. Toda su obra posterior a La infanticida aparecería bajo ese seudónimo. Pensó que tal vez firmando como un hombre el bullicio que siempre se genera en torno a quien se enfrenta a la verdad no la salpicaría. Pero había algo más en su espíritu a la hora de adoptar un nombre masculino para su literatura. Se la acusó de ruralista, de escribir bajo la lente del naturalismo, de utilizar un catalán anacrónico. Erraban. Su afinidad no es con Zola, nunca lo fue y el naturalismo la tenía sin cuidado --¿cómo no se vio?--. Su alma gemela es Nikolai Gógol. Y como ocurre con el novelista ruso, la obra de Català, fuertemente enraizada en la tierra, nació como fruto de una dolorosa inadaptación. Ambos se alzarían sobre sí mismos para transformar sus propios conflictos en una síntesis de las culturas de las que procedían. Ahora son nuestros clásicos.