Quedarse en casa por obligación, que no por devoción, implica declarar la guerra al aburrimiento para sobrevivir con cierto equilibrio mental. Por suerte, las nuevas tecnologías nos acompañan como una bendición. Pero también tienen su lado de maldición. Se puede acceder a las informaciones más impensables y ocurrirse las ideas más peregrinas. El que no se consuela es porque no quiere. Sin ir más lejos, un mes de encierro significa ¡un mes sin ver un solo lazo amarillo! ¡Increíble! Y todo por el simple hecho de no pisar la calle. Hasta el punto de que parece recomendable hacerse uno con cartulina y contemplarse en el espejo para evitar el impacto cuando se recupere la normalidad. De momento, mejor ir haciéndose a la idea de no callejear hasta entrado junio. Si es antes, mejor que mejor. Además, habrá que hacerlo embozados con mascarilla, como en un inmenso carnaval, con riesgo de no reconocernos unos a otros. Podremos corear aquello de Carlos Cano de “yo tan campante, en mi elefante, con mi chilaba y mi turbante”, para que no decaiga la juerga

Es imposible evitar reflexionar sobre el estado de empobrecimiento y devastación que se avecina o el previsible malestar social que nos puede asfixiar definitivamente. Sobre todo, si además van apareciendo cosas que hacen pensar que algunos se han vuelto ya majaretas. Un cura de Talavera de la Reina (Toledo) difundió el otro día un vídeo pidiendo a Pedro y Pablo que se conviertan al catolicismo para afrontar mejor la crisis sanitaria. ¡Que la Virgen del Prado, patrona de la ciudad, nos ampare! Y ayer, ABC de Sevilla informaba que la policía canceló una misa en la azotea de una iglesia del barrio de Triana con guitarra y altavoces para que la ceremonia litúrgica llegara cuanto más lejos mejor. Se puede pensar que, si hay pocos enfermos, se da gracias a Dios por la protección de sus fieles; pero si son muchos, se puede explicar la pandemia por la cólera divina ante tanto comportamiento impío como hay.

Es todo tan delirante que Quim Torra, empeñado en el confinamiento total como si estuviésemos todos de jarana abarrotando plazas y calles, proclamó la gratuidad del transporte público, cuando ya no se movía nadie, salvo los esenciales. Y las redes se incendiaron porque un hiperventilado independentista salió clamando contra el Ratoncito Pérez por españolazo. Lo más sensato que he visto entre los indepes --¡Dios me perdone!--, han sido las declaraciones de Gabriel Rufián admitiendo que, si sale ahora por la televisión pidiendo la autodeterminación, el mando a distancia puede acabar estampado en la pantalla del electrodoméstico. Claro que también me interrogo si Artur Mas tendrá arrestos para salir a la ventana cada tarde para aplaudir a los sanitarios que dejó hechos trizas con sus recortes: 2.400 trabajadores y 1.100 camas hospitalarias menos en un tiempo record.

¿Y qué decir de Pablo Iglesias apelando a sacrificios para que funcione “la patria”? Es tan surrealista como poner a un Cristo, ahora que penamos la Semana Santa,  una cartuchera con dos pistolas. ¡Virgen Santa! ¡Hasta donde llegaremos en este desvarío! Ahora bien, los sacrificios los interpreta impelido por una pulsión estatalizadora o nacionalizadora, esgrimiendo el artículo 128 de la Constitución sobre “la primacía del interés general” cual cimitarra capaz de cercenar cualquier empresa o sector productivo. Como parece regir aquello de “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”, Pedro Sánchez asiste a la ceremonia de su colega de gobierno con aspecto estólido cada vez que comparece, como salido de una noche de insomnio interrogándose “¿cómo es posible que me pase esto a mí?” ¡Y cuidado que aparece! En una especie de reality show diario, las ruedas de prensa se suceden --¿cuantas van ya?-- para arrojarnos sobre las turbadas cabezas un volumen de cifras abrumador, repetitivo y catastrófico como augurio de un crepúsculo viral que todo lo infecte. La influencia de los fundamentalistas de todo pelaje y en cualquier lugar sobre la salud de los ciudadanos del planeta es catastrófica y todo se hace más sórdido.

La vida política vive entre paréntesis, paralizada por la pandemia, con un gobierno que no ha visto un balance en su vida y con una oposición ansiosa, mientras el malestar se refugia en las redes. Sin embargo, el Parlamento es el mejor escenario del diálogo y el teletrabajo vale para todos. La salud, en sí misma, no es un derecho; lo es el acceso a la asistencia sanitaria. Pero el populismo ha extendido al ámbito sanitario la retórica áspera y demagógica que infesta desde hace tiempo la vida política. Ahora, Pedro Sánchez proclama pomposamente que “no hay fuerza mayor para una nación que la unidad”. ¡Tan gran como hueca frase para la historia! Repican tambores anunciando unos nuevos Pactos de la Moncloa. Escenario formidable para la nostalgia de una generación que vivió la transición tan denostada por Pablo Iglesias.

¿Por qué se ha tardado tanto en asumir que esta situación exige un esfuerzo común? Aunque es comprensible albergar dudas sobre el sentido de Estado de algunos protagonistas. Hannah Arendt decía que “los atributos propios y específicos de la condición humana son el diálogo y la acción”. De momento, el cautiverio impregna todo de una sensación de ineptitud, improvisación, desorden y abandono cotidiano. Ocasión habrá de pasar cuentas.