Los pasados 23, 24 y 25 de junio, los responsables del Centro Libre Arte y Cultura (CLAC) organizamos las primeras Conversaciones en La Portilla, un nuevo foro que se convocará cada año a principios de verano para debatir cuestiones políticas. La Portilla es la espléndida casa palaciega que la familia de Claudio López de Lamadrid tiene en Comillas y que el CLAC alquila para la ocasión. En esta primera e intensísima edición, reunimos a un grupo de periodistas, escritores y editores, todos ya educados en la democracia, que colaboran en los medios más importantes y que con su voz tratan de contribuir a la altura y la complejidad del debate público. Se trata de Aurora Nacarino-Brabo, Cristina Casabón, Ramón González Férriz, Daniel Gascón, Miguel Aguilar, Carlos Mármol, Juan Pablo Cardenal, Sergio Fidalgo y Miguel Ángel Quintana Paz. Todos orbitan en torno a lo que se ha llamado “constitucionalismo”, aunque por supuesto con posturas y puntos de vista muy distintos y aun opuestos.

La excusa para reunirnos y empezar a debatir era el centenario de La España invertebrada (1921) de Ortega. A pesar de que muchos de nosotros nos educamos en la alergia a los “ortegajos”, como llamaba Ferlosio a las expresiones retóricas del viejo maître à penser –Borges habló de las “laboriosas y adventicias metáforas” que obstruían su buen pensamiento–, lo cierto es que la relectura de aquel ensayo propició algunas reflexiones interesantes. Aun antes de la Guerra Civil y de la dictadura, Ortega ya detectó algunos de los problemas estructurales de nuestro país, que básicamente se resumían en la tensión entre atavismo y modernidad. El eterno problema de la invertebración del Estado no sería otro que la incapacidad por superar los límites de las distintas comunidades tradicionales. Cuando el nacionalismo vasco, catalán o español reivindica sus derechos ancestrales no está sino regresando a un estadio pre-moderno que las élites no habrían sido capaces de revertir. En España, según Ortega, todo lo hace el pueblo, algo que también explicaría algunos elementos de la historia de América latina. Y das Volk, como sabemos, suele complacerse en sus propios mitos.

La historia de la modernidad política es muy larga y compleja. Los griegos fueron los primeros que en nuestra cultura trataron de superar los límites de sangre de la comunidad para intentar constituir la pólis democrática, que no es otra cosa que un vacío común no vinculado a contenidos naturales. Antígona le grita a Creonte que no podrá imponer su isonomía porque el dolor por la muerte de su hermano es más importante que la ley. Ese conflicto entre la hermana dolida y el gobernante impasible ilustra las tensiones de la democracia moderna. Herodoto recoge unas palabras de Ciro con las que el rey persa expresaba su desprecio por los griegos: “Yo nunca he temido a unos hombres que tienen en el centro de sus ciudades lugares vacíos para reunirse y engañarse mutuamente”. Ciro estaba señalando ahí uno de los rasgos distintivos de la cultura occidental. Los mercados terminaron por conformar el ágora, el espacio político fundacional, el ámbito de la palabra, que efectivamente sirve para engañar y discutir, para disentir y pensar.

En La condición humana (1958), Hannah Arendt ya advirtió que el espacio público del lógos y el pensamiento estaba siendo invadido por las urgencias del cuerpo y la utilidad. La biología y el uso privilegiaban a su juicio la esfera íntima –que los antiguos, avergonzados de ella, confiaban a los esclavos– por encima de la política. El control de los cuerpos y las mercancías pasaba a ser así el cometido principal de lo que antes había sido la vita activa, la acción dedicada a la consecución y preservación del bien común. Arendt estaba, en definitiva, denunciando la destrucción de la política en favor de la producción y la vigilancia, una línea de pensamiento que luego aprovecharían Foucault y Agamben. Basta constatar el desprestigio de la ley en las sociedades del siglo XXI para entender hasta qué punto el debate sigue vigente.

A lo largo de estos días, en el ágora de La Portilla, a ratos sub vino y por tanto sub rosa, hemos discutido acerca de los principales retos de la España constitucional, entre ellos la necesidad de no bajar la guardia en la exigencia a la democracia, para empezar desde un punto de vista periodístico –del lenguaje– como también en lo que respecta a las relaciones con el poder. La sombra del rey Juan Carlos y de Jordi Pujol, los dos mitos caídos de la Transición, nos ha acompañado en nuestras reflexiones, como la admonición de las brujas a Macbeth. Ha sido inevitable, también, debatir en torno al fracaso del proyecto reformista de Ciudadanos así como a la decadencia de las propuestas rupturistas de Podemos, que están cobrando una nueva vida en el PSOE de Sánchez. Tanto la supervivencia del liberalismo como la evolución de la izquierda post-materialista –el estado de las ideologías tras la caída del Muro de Berlín– han aparecido al fondo de la cuestión. Nos hemos referido, cómo no, a los indultos, tanto a sus peligrosas consecuencias como a sus posibles beneficios, aunque una mayoría se ha mostrado más bien escéptica al respecto. Ha sido inevitable discurrir también acerca de la perversa operación conceptual que el Gobierno ha puesto en marcha para justificarlos, sacando a la bondad de la madriguera que nunca debería abandonar a la hora de abordar asuntos políticos. Hemos hablado de la araña económica que se esconde en la actualidad y de las convulsiones sociales que nos esperan, sin olvidar la fiebre identitaria y biológica que todo lo colapsa. No hemos resuelto nada aunque hemos convenido en nombrar un chivo expiatorio para todos nuestros males cuyo nombre ha quedado, por unanimidad, sub rosa.

Y es que en gran parte la solución a la democracia estriba en preservar ese espacio que despreciaba Ciro, el vacío público no vinculado a contenidos naturales que cada vez cuesta más sostener. Como pedía Hannah Arendt, frente a la fraternidad de Rousseau, basada en un calor pre-político, hay que reivindicar la amistad tal y como la entendió Lessing, para quien la philía era una categoría política plausible porque genera sentido común. A esa tarea estarán consagradas de ahora en adelante las Conversaciones en La Portilla.