Más allá de cuestiones ideológicas y partidistas, la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del grupo popular en el Congreso es una mala noticia para la democracia española. Su labor parlamentaria en esta difícil legislatura ha sido seria, valiente e incluso revolucionaria, sobre todo por lo que se refiere a la dignificación de la inteligencia y el criterio de los diputados, apelando a los argumentos, ciñéndose a los hechos, defendiendo la libertad de conciencia en cuestiones morales y dominando una oratoria que hacía mucho tiempo que no se escuchaba en el hemiciclo. Álvarez de Toledo ha querido romper la perversa mecánica con que funcionan los partidos, imbuidos de un espíritu castrense que les obliga a hablar de acuerdo con frases hechas y preconcebidas por los secretarios de comunicación, sometidos todos a una disciplina de voto y a una sumisión obsecuente a los órganos de dirección. Casi nunca se oye en el Congreso una voz que esté discurriendo y tratando de persuadir, secuestradas las intervenciones de sus señorías por el discurso del partido, que ya no disimula su condición de empresa dedicada a determinados negocios.
El trabajo de la ya exportavoz ha sido además especialmente relevante porque se ha enfrentado al presidente del Gobierno más vacuo de nuestra democracia, un político sin escrúpulos y sin sintaxis, que es el primer síntoma de la inminente putrefacción del alma. Sánchez, además, con la connivencia de la señora Batet, ha llevado a cabo, sobre todo a lo largo del encierro obligatorio, una degradación del Congreso sin precedentes. En las horas más negras del primer embate de la pandemia, Cayetana Álvarez de Toledo casi estuvo sola --y es algo que debemos agradecerle siempre todos los ciudadanos-- en la defensa de la integridad del Parlamento, que el Gobierno intentó amordazar hasta que personas como Felipe González mostraron en público su indignación por ello y el Congreso retomó, al menos, una parte de su actividad.
Uno de los episodios más polémicos y comentados de su desempeño en el cargo fue su enfrentamiento con Pablo Iglesias, cuando, en la réplica, la portavoz terminó definiendo al padre del vicepresidente segundo como terrorista. Fue una intervención que indignó a propios y extraños, dejando a algunos diputados de su grupo --como al prefabricado Teodoro García Egea, esa luminaria-- con una sonrisa helada mientras aplaudían por compromiso. Sus palabras constituyeron sin embargo el más lícito ataque a la pretendida superioridad moral de la izquierda, que siempre se permite acusar y condenar en nombre tan sólo de la nobleza de su causa. Desde su llegada a la política, Pablo Iglesias no ha dejado de denigrar y atacar a todo el mundo, construyendo un panteón de fascistas verdaderamente nutrido y pintoresco. En su intervención de aquel día, además, el vicepresidente se había pasado todo el tiempo refiriéndose a su interlocutora como “señora marquesa” e infiriendo en varias ocasiones que ostentar un título nobiliario es algo moralmente repugnante. Cuando Álvarez de Toledo dijo aquello de que “usted es hijo de un terrorista”, no sólo estaba señalando un hecho --que el padre de Iglesias había militado en su juventud en el FRAP, una organización terrorista con delitos de sangre en su haber-- sino también denunciando el orgullo con que el hijo había hecho bandera de la militancia del padre, un ejemplo entre tantos de la impunidad con que una determinada izquierda manipula su historial de sangre. Nadie nunca se había atrevido a tanto. La reacción, luego, de la presidenta del Congreso retirando las palabras de la portavoz del diario de sesiones fue una vergüenza y un acto intolerable de censura.
No es que uno se hiciera demasiadas ilusiones acerca del Partido Popular --ni de ninguno de los restantes partidos que integran el arco parlamentario--, pero la decisión de Pablo Casado confirma su decantación por la banalidad. Ahora ya tenemos un Congreso homogéneo y aburrido, perfectamente acorde con este tiempo de enanos. Se ha dicho estos días que Álvarez de Toledo “no sabe militar”, cuando ahí precisamente radica su excepcionalidad. ¿Acaso hay algún político verdaderamente relevante en la historia que haya sabido militar? ¿Alguien recuerda lo que dijeron sus compañeros de Roy Jenkins, de Geoffrey Howe o de Fernando de los Ríos, por poner solo unos pocos ejemplos? Ninguno de ellos supo, por fortuna, militar como hinchas de un equipo de fútbol y, gracias a eso, contribuyeron a mantener viva la complejidad de la democracia, que es el ámbito donde se custodia la dignidad del ciudadano.
Probablemente, su clara vocación política hará que Cayetana Álvarez de Toledo siga participando en el ágora. Y en cualquier caso, somos muchos los que le agradecemos su coraje cívico a la hora de enfrentarse al nacionalismo --tanto al de Vox como al de los soberanistas-- en su calidad de diputada por Barcelona, así como su determinación en defensa de las virtudes públicas y de los valores ilustrados en estos tiempos cada vez más menesterosos. Como en los versos de W. B. Yeats, she was bred to a harder thing than Triumph, fue educada para algo más arduo que el triunfo.