Nada pone tan de manifiesto la degradación del lenguaje público como una crisis mundial. Desde hace semanas, los periódicos, las radios y las televisiones se han infectado de una retórica belicista, convirtiendo a los médicos en generales y a los enfermeros en soldados, tratando a las personas que mueren por complicaciones derivadas del contagio del virus como víctimas de una gran batalla que todos estuviéramos librando contra el enemigo invisible.

Muchos incluso proclaman que ha estallado  la tercera guerra mundial, satisfechos de poder pronunciar al fin un titular tan rotundo, original y ansiado. Otros afirman casi emocionados que estamos viviendo “la guerra de nuestra generación”, como si haber vivido setenta años en paz fuera una anomalía que finalmente estuviera siendo subsanada. Nadie, por supuesto, pone en duda la gravedad de la situación y la necesidad de concienciar a la gente de la importancia de su responsabilidad individual, sobre todo en los países donde rige la democracia, pero hablar de guerra supone inflamar el lenguaje de un modo innecesario y peligroso, puesto que las palabras suelen alumbrar aquello que incuban.

En las presentes circunstancias, lo último que deberíamos hacer, sobre todo aquellos que trabajamos con el lenguaje, es tocar los tambores de guerra, desviando la atención de algo que tiene un nombre propio --pandemia-- y que requiere un tratamiento informativo y analítico particular, racional y cauteloso. La imaginación pública parece infestada por un empacho de películas, series y otras depauperadas formas de representación con las que se pretende reducir a la población mundial a la condición de espectadores infantiles de una idea cada vez más simple del peligro y el horror.

La analogía con los nazis y el recuerdo exaltado de los discursos de Churchill es ya un tópico para tratar de animar a la ciudadanía, como si no fuéramos lo suficientemente adultos para saber distinguir entre una guerra contra el totalitarismo y una emergencia sanitaria de consecuencias todavía muy difíciles de aventurar.

Como ha estudiado Adán Kovacsics en su excelente ensayo Guerra y lenguaje (2007), la Primera Guerra Mundial fue también la consecuencia de una movilización de las palabras, que el gobierno austríaco puso a trabajar a favor de la propaganda bélica, tratando de crear una masa compacta a su servicio y banalizando la muerte hasta extremos insoportables. No sólo los periodistas, sino también los poetas, los dramaturgos y los novelistas contribuyeron al bombardeo de tópicos, loas y soflamas con que se arrasó el pensamiento y se acabó provocando una matanza en la que además se experimentó con nuevas armas químicas.

Algunos llevaban décadas codiciando una guerra de caballeros sin saber que les esperaba el infierno de las trincheras y los obuses.  Frente a ello, en los primeros meses de la guerra, Karl Kraus, el gran polemista y editor de la revista Die Fackel, que prácticamente escribía él solo, de pronto calló, oponiendo a aquella cháchara toda la fuerza moral de un silencio que sólo rompió para justificarlo públicamente. El 19 de noviembre de 1914, en el Konzerthaus de Viena, Kraus pronunció un discurso impresionante, como todos los suyos. Se tituló En esta gran época, una frase que aquellos días no dejaban de repetir todos los periódicos, un eufemismo para referirse a la guerra y el honor que suponía participar en ella:

“En esta gran época que conocí cuando era aún pequeña; que volverá a empequeñecer si le queda tiempo para ello [...]; en esta época seria que se moría de risa ante la posibilidad de volverse seria; que, sorprendida por su tragedia, trata de divertirse y que, pillándose en flagrante, busca las palabras; en esta época ruidosa que retumba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de las informaciones que provocan actos: en esta época no esperen ustedes de mí ni una palabra propia. Ninguna salvo esta, a la que el silencio resguarda aún de falsas interpretaciones. Demasiado hondo se asienta en mí el respeto a la [...] subordinación del lenguaje a la desdicha. En los reinos de la falta de imaginación, donde el ser humano muere de inanición anímica sin llegar a sentir el hambre del alma, donde las plumas se sumergen en sangre y las espadas en tinta, resulta obligado hacer aquello que no se piensa, pero aquello que sólo se piensa resulta inefable. No esperen ustedes de mí una palabra propia. Tampoco sabría decir una nueva; porque es muy grande el ruido en el cuarto en el que uno escribe, y no hemos de decidir ahora si proviene de animales o de niños o solamente de morteros. Quien alienta las acciones, profana la palabra y la acción y es doblemente despreciable. La vocación a ello no se ha extinguido. Los que ahora nada tienen que decir, porque la acción tiene la palabra, siguen hablando. Quien tenga algo que decir, ¡que dé un paso adelante y calle!”        

Muchos años más tarde, en 1976, Elias Canetti, que en su juventud se había formado bajo el hechizo verbal de Kraus, pronunció en Múnich un discurso titulado La profesión de escritor en el que recordaba cómo le había indignado, en agosto de 1939, la frase de cierto escritor ya olvidado que decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor debería poder impedir la guerra”. Al principio, Canetti consideró aquella afirmación vanidosa y ridícula, pero luego ya no podía quitársela de la cabeza, hasta que terminó por concluir que aquel hombre tenía toda la razón:

“Cabría recordar aquí que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas en forma consciente y abusiva, las que causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra gente”.

Como solía recordar Ferlosio glosando a Homero, el hierro atrae al hombre. El espíritu agonístico es uno de los principales rasgos de nuestra condición y, en cuanto se presenta la oportunidad, nos apresuramos a ponernos en posición de ataque, deslumbrados, como Aquiles, por el filo de la espada que asoma entre los vestidos de Ulises. Se habla de guerra estos días por el horror vacui que está produciendo la pandemia. Nadie sabe cómo va a evolucionar ni qué consecuencias va a tener. Tampoco hay aún un consenso científico acerca de la enfermedad, sobre cuáles son sus orígenes y sobre cómo va a comportarse en los próximos meses. Ante ese mar de incertidumbre, la imaginería bélica se convierte en una manera de construir un sentido colectivo que pueda incluso aliviar el dolor por la muerte de tantos conciudadanos, convirtiéndoles en las inevitables bajas que causa toda guerra y arrullando la mente en el indiferencia. De la misma manera, se despoja de su dignidad laboral a los profesionales de la medicina apelando a su sacrificio por la empresa común contra el enemigo de rostro oculto.

Como no hay guerra sin patria, la retórica belicista ha venido acompañada de un resurgir del nacionalismo en todo el mundo. La Unión Europea vuelve a levantar fronteras. Trump llama a guerrear contra el virus chino. Torra exige el confinamiento de Cataluña para conseguir al menos una independencia vírica, mientras algunas voces soberanistas ya han asegurado que con una república habría menos muertos catalanes. Es la misma miseria moral que anima a Ponsatí y Puigdemont a celebrar los muertos madrileños. Con el deporte suspendido, el agón pugna por aparecer con toda su épica barata o abyecta, dependiendo de quien la promueva. El nacionalismo es una perpetua movilización del alma que aprovecha cualquier circunstancia para agitar su bandera.

Pero quizá la razón más poderosa para denunciar la generalización del lenguaje belicista estriba en atreverse a detectar el consentimiento de muerte que entraña. “Algún día”, escribió Canetti, “resultará evidente que con cada muerte los hombres se hacen peores”. En estos días negros, mientras aguzamos el oído en el compás de espera de la vacuna, son muchos los interrogantes científicos y filosóficos que, como ciudadanos y como especie, se nos están despertando, pero, antes que nada, toda nuestra fuerza debería estar dedicada a pronunciar el más rotundo, vibrante y atronador sí a la vida, contra las guerras, las enfermedades y la muerte.