Que la ejecutiva de Ciudadanos ya haya decidido no pactar con el PSOE tras las generales y, por tanto, limitar sus acuerdos al PP de Pablo Casado sin rechazar el entendimiento en diferido con Vox merece ser analizado lejos del simplismo de atribuirlo a una deriva ideológica derechista. No es normal que un partido liberal descarte un pacto con una fuerza socialdemócrata con un argumento tan absurdamente obstinado como que Pedro Sánchez se ha situado fuera del constitucionalismo. La confusa estrategia del diálogo con los independentistas, que explotó a raíz de la “crisis del relator”, es la causa directa del adelanto electoral que el Gobierno socialista ha intentado evitar a toda costa. Pero concesión solo ha habido una: la intervención sobre la Abogacía del Estado para sustituir rebelión por sedición el escrito de acusación. También Mariano Rajoy se ocupó de que la Fiscalía retirase el delito de malversación contra Artur Mas por el 9-N para eliminar la posibilidad de que el entonces president pudiese acabar en la cárcel. Entonces Cs no organizó ningún escándalo.

La elevación del líder socialista a la categoría de vendepatrias es tan disparatada que solo puede esconder otras cosas: los errores estratégicos de Cs desde hace un año y los miedos ante un panorama electoral muy incierto por la aparición de Vox. Es falso que sea la consecuencia directa de la derechización de la formación naranja como le acusa la izquierda. Es cierto que en 2017 abandonó el ideario socialdemócrata para abrazar el liberalismo progresista, pero ese es un debate de matices. Así pues, no es la ideología sino una cadena de errores lo que explica un anuncio que condensa al final una sola cosa: la animadversión entre Albert Rivera y Sánchez. Veámoslo.

En el primer semestre de 2018, Cs lideraba todas las encuestas y parecía llamado a comerse al PP y a ocupar también el centro, porque el PSOE seguía convaleciente tras la crisis interna, con su reelegido secretario general fuera del Congreso. Al partido naranja le sentaron muy bien las autonómicas catalanas de diciembre de 2017, en las que aglutinó el voto útil contra el separatismo y logró ser la primera fuerza en el Parlament. Los socialistas obtuvieron un resultado muy discreto, mientras el PP cayó en última posición. Fue un castigo a la gestión de Rajoy y Sáenz de Santamaría ante la mayor crisis de la democracia española. Tras la gravedad de los sucesos en Cataluña, lo lógico hubiera sido ir a elecciones generales. Los populares, que temían perderlas, ni lo contemplaron, y Cs tampoco quiso forzar su convocatoria. Ese fue el primer error. Rivera debería haber retirado su apoyo a Rajoy y haberse negado a tramitar los Presupuestos de 2018, unas cuentas que iban de la mano del PNV a cambio del nuevo cupo vasco, que la formación naranja siempre ha criticado. Sin embargo, Cs optó por seguir apoyando al PP. Lo hizo porque creyó que expulsarlo abruptamente del poder sería contraproducente para su imagen y que la Moncloa caería como la fruta madura. Mejor conservar a un Rajoy caducado, no meterse prisas, ya que, al igual que en Cataluña, acabaría sustituyendo a los conservadores de forma natural y mordería también en el centro ante un PSOE desaparecido.

Sin embargo, ese guión se torció en mayo pasado con la sentencia del caso Gürtel. No solo el PP fue condenado por corrupción sino que la credibilidad de Rajoy fue puesta en duda por el juez. Y fue esto último lo que activó la moción de Sánchez, que corrió a presentarla para evitar que nadie en el Congreso se le adelantara. Impasible ante cualquier adversidad, el presidente del Gobierno despreció esa amenaza y acordó con la presidenta del Congreso, Ana Pastor, acelerar lo que parecía un mero trámite. Ninguna censura había prosperado antes en democracia, y la semana anterior había logrado aprobar los Presupuestos. Sin embargo, la acusación de que había mentido en el juicio de la Gürtel, levantó un clima de hartazgo ante la cascada de escándalos de corrupción que sacudían cada día a los conservadores. La política española entró en ebullición y nadie quería sostener a Rajoy. Ir a elecciones satisfacía los intereses de la formación naranja, que le pedía al presidente del Gobierno que dimitiera. Fue entonces cuando Cs cometió el error de empujar al PNV a apoyar a Sánchez. Rivera temía que si la moción de censura salía adelante, el líder socialista protagonizara ese interregno hasta las elecciones que, con el verano a las puertas, como pronto se celebrarían en septiembre. Hubiera sido un regalo, y por eso no quería que estuviera ni un solo día en la Moncloa. Entonces anunció que estaba dispuesto a apoyar junto a Unidos Podemos una segunda moción, que el PSOE se vería obligado a votar si fracasaba la suya, con la única finalidad de convocar elecciones inmediatas con un candidato técnico. Justo lo que los nacionalistas vascos no querían, porque las encuestas seguían señalando una gran ventaja para los naranjas, que rechazan de plano cualquier política de contentamiento hacia los nacionalistas. Ante la imposibilidad de sostener a Rajoy en el poder, el PNV decidió negociar sus cinco votos a cambio de que Sánchez gobernase el mayor tiempo posible. Una opción que tampoco le parecía mal a Pablo Iglesias, que confiaba en marcar la agenda a un Gobierno socialista parlamentariamente muy débil. Lo mismo que querían los independentistas, satisfechos de expulsar de la Moncloa a su archienemigo, aunque Carles Puigdemont hubiera preferido conservarlo atendiendo a su máxima de “cuanto peor, mejor”.

Y de aquellos polvos, estos lodos. Sánchez se cruzó en la trayectoria triunfante de Rivera en el momento más inesperado, y Cs acabó votando en contra de la moción de censura. Ese fue otro error, porque lo situó en una posición de enfrentamiento sin tregua contra el nuevo Ejecutivo, si bien tenía la lógica de que luchaba ya únicamente en el terreno del centroderecha, confiando en que el PP se hundiera solo, sin un liderazgo claro y acosado por la corrupción. Las elecciones andaluzas desmintieron en parte esa hipótesis porque Cs, pese a obtener unos excelentes resultados, no hizo el sorpasso a los populares con un Casado que hizo suya la campaña de Moreno Bonilla. Desde el 1 de junio de 2018, la inquina personal, más de Rivera contra Sánchez que al revés, es enorme y explica los últimos ocho meses de durísima oposición, aunque seguramente son dos psicologías políticas bastante parecidas, de enormes egos. Con todo, la chocante decisión del lunes pasado, que electoralmente no parece muy acertada, también estaría indicando otra cosa: Cs tiene fugas de voto importante hacia Vox y quiere taponarlas. Pero ahora se arriesga también a perder el voto de centro progresista.