Justo antes del estallido de la pandemia se publicaron las memorias de Enric Millo como delegado del Gobierno en Cataluña, cargo que ocupó entre finales de diciembre de 2016 y junio de 2018, es decir, en la etapa final del desafío secesionista con el referéndum ilegal del 1-O en el epicentro. Estamos ante un testigo de excepción del lado gubernamental, cuyo valor es aún más preciado si tenemos en cuenta que ningún otro político constitucionalista de derechas ni de izquierdas, ni de Madrid ni de Barcelona, ha relatado su experiencia. El testimonio de Millo era largamente esperado atendiendo a la relevancia de su cargo, que él siempre puso en valor como tercera autoridad de Cataluña, lo cual producía auténticos sarpullidos entre los soberanistas, pero sobre todo porque desempeñó con gran entrega una misión política trascendental. Debemos agradecérselo porque si no fuera por él hoy solo tendríamos los llamativos silencios de sus superiores, Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría o Juan Ignacio Zoido, cuyo paso por el Tribunal Supremo como testigos en el juicio a los líderes del procés no aportó nada. Fueron unas declaraciones lamentables, desganadas, en las que trasmitieron la impresión de que nadie en las más altas esferas del Gobierno español conocía el detalle de las cosas ni le importaba lo más mínimo.

Aunque Crónica Global le hizo una extensa y jugosa entrevista a mediados de marzo, la pandemia lo ha devorado todo desde entonces y sus memorias corren el riesgo de pasar algo desapercibidas, lo cual sería injusto tanto por su importancia como por  la calidad del libro. El exdelegado ha sido capaz de construir un relato en el que no solo se limita a explicar los hechos y a justificar sus gestiones sino que intercala los acontecimientos con reflexiones de altura, apoyadas en diversas lecturas de ciencia política, sobre todo del imprescindible Cómo mueren las democracias de Levitsky y Ziblatt, en relación con las trampas argumentales del separatismo y con el golpe parlamentario que la mayoría de JxSi y la CUP asestó en septiembre de 2017 a la Constitución y al Estatuto.

Millo explica que desde 2013 había alertado con diferentes informes a la dirección del PP en Génova de la deriva secesionista del nacionalismo catalán y de la necesidad de un plan estratégico para neutralizar la permanente campaña de propaganda de la Generalitat y sus poderosos medios de comunicación. Pero nadie le hizo mucho caso. Cuando en diciembre de 2016, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría le pidió que aceptase el cargo de delegado, Millo hacía tiempo que consideraba que el independentismo había prácticamente ganado la batalla del relato y personalmente estaba a punto de abandonar su actividad en la primera línea de la política catalana. Los desacuerdos con Xavier García Albiol, que acababa de hacerse con la presidencia del PP catalán, y el precio que su familia estaba ya pagando por culpa de la tensión sociopolítica generada por el procés, le empujaban a buscar un nuevo horizonte profesional en la gestión empresarial pública. Justo cuando estaba a un paso de ser nombrado director de Paradores, un goloso cargo que tenía apalabrado con su amigo Álvaro Nadal, ministro de Turismo, la vicepresidenta le convenció in extremis de que nadie mejor que él podía desempeñar el cargo de delegado del Gobierno para intentar reconducir la delicada situación en Cataluña.

Es necesario apreciar que la responsabilidad que Millo asume a finales de 2016 es a costa de un sacrificio personal y familiar enorme. Y que el fatal desenlace del procés incrementará ese peaje hasta un extremo aún más doloroso para sus allegados. En ese tiempo y hasta hoy mismo, se ha convertido en una de las figuras más odiadas por el mundo independentista, que lleva fatal sus didácticas y eficaces entrevistas en los medios y detesta que su defensa de la unidad de España esté en sintonía con una catalanidad y un catalanismo que en él son incuestionables; no en vano militó en Unió Democràtica y fue diputado en el Parlament por Girona entre 1995 y 2003 hasta que colisionó con Duran Lleida en el momento que al partido democristiano le salpicaban escándalos de corrupción. También esto último es importante no olvidarlo porque dice mucho de su honestidad y coherencia.

Ahora bien, aunque estas memorias son imprescindibles para cualquier historia que en adelante se escriba sobre el procés, son solo parte de una verdad que Millo escribe conscientemente a medias. En el aspecto más nuclear del relato es una justificación de la clamorosa falta de criterio que hubo en la Moncloa para garantizar que los Mossos cumplieran con la ley cuando ya en septiembre de 2017 existían demasiadas dudas de que fueran a hacerlo. En este punto el exdelegado intenta convencernos de que todo hubiera sido diferente sin la actuación de la jueza del TSJC Mercedes Armas o si esta en su famoso auto del 27 de septiembre no hubiera hecho alusión a que debía preservarse “la normal convivencia ciudadana”, lo que dio pie a la pasividad de los Mossos.

Millo admite el fracaso del Estado en la localización de las urnas (tampoco aquí se muestra crítico con la inopia del CNI), pero descarta que ese fuera el auténtico punto de inflexión del desarrollo exitoso que para los secesionistas acabó siendo el 1-O.

Ciertamente, el aspecto formal del referéndum fue desmantelado días antes por la Guardia Civil: ninguna de las 55.000 personas elegidas para formar parte de las 6.200 mesas electorales recibió la notificación ni tampoco se produjo el envío de las tarjetas censales a los más de cinco millones de supuestos electores, como ocurre en el resto de votaciones. Sin embargo, el último y decisivo frente que libró el Govern de Carles Puigdemont para salvar las apariencias del 1-O fue la apertura de los colegios. Y que eso ocurriera dependía del papel que finalmente desempeñase la policía autonómica, a cuyo frente se encontraba el mayor Josep Lluís Trapero, que desde los atentados terroristas de aquel agosto cada vez parecía menos de fiar. Millo era absolutamente consciente de ello y lo escribe en diversas ocasiones en sus memorias (“Si nos fallaban los Mossos d’Esquadra, sería muy difícil impedir el 1 de octubre”). Sorprende, pues, que el Gobierno español no se planteara, o que él mismo no propusiera a Sáenz de Santamaría la necesidad imperiosa de tomar el control de la policía autonómica mediante la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional, sin recurrir todavía al artículo 155, cuya aplicación en septiembre de 2017 no tenía aún el apoyo del PSOE ni tampoco de Cs.

Pero Millo ignora completamente ese punto, como si esa posibilidad no hubiera estado jamás sobre de la mesa, cuando era la opción probablemente más lógica para garantizar que los Mossos no recibiesen instrucciones de unos responsables políticos comprometidos con la celebración del referéndum y que atendiesen sin subterfugios cualquier auto judicial que matizara o corrigiera las instrucciones de la Fiscalía como así fue. Omitiendo deliberadamente este aspecto para maquillar la parálisis política de la Moncloa, el exdelegado focaliza en el inesperado y sorprendente auto de la jueza Armas el hecho de que la policía autonómica acabara por incumplir sin desobedecer abiertamente (a la espera de lo que finalmente determine la justicia), lo que como consecuencia forzó la desastrosa intervención de la Policía Nacional y la Guardia Civil a primera hora de la mañana del 1-O con un dispositivo que no sirvió más que para victimizar al independentismo en España y en el extranjero.

En definitiva, el silencio de Millo respecto a la posibilidad de tomar el control de la policía autonómica a finales de septiembre esconde el punto más controvertido de la inacción de Rajoy y Sáenz de Santamaría. Y aquí es donde tal vez se cruza el intento de María Dolores de Cospedal, ministra de Defensa, para que el Ejército interviniera en Cataluña el 1-O, propuesta de la que Millo no supo nada hasta un año y medio más tarde, pero que en cualquier caso fue rechazada de plano por la Moncloa. El exdelegado ha escrito un libro necesario y globalmente muy interesante, pero que en la cuestión esencial del referéndum explica una verdad a medias para disimular el manifiesto ejercicio de incompetencia de sus superiores.