Después de cuatro años de mentiras, manipulaciones, racismo, xenofobia, insultos a diestra y sobre todo a siniestra y de una actuación política histriónica y esperpéntica, que se ha saltado todas las reglas de la democracia y del buen gusto, Donald Trump culmina su mandato con un destrozo aún mayor: colocar a Estados Unidos al nivel de las repúblicas bananeras.

Esa es la imagen que proyecta toda su actuación desde la madrugada electoral, en la que se declaró vencedor de las elecciones presidenciales cuando el escrutinio no había terminado y faltaban millones de votos por contar. Con su descaro habitual, proclamó su victoria, pero al mismo tiempo denunció un supuesto fraude que venía anunciando desde meses antes, un recurso tramposo al que tenía intención de recurrir desde que hace cuatro años accedió al Despacho Oval.

Con la doble estrategia de declararse vencedor y denunciar un fraude se cubría los dos flancos: si finalmente ganaba, se olvidaba del fraude o decía que había triunfado pese a las trampas; si al final perdía, volcaba todo su ímpetu en denunciar la imaginaria manipulación electoral. Pero esta doble opción tiene un punto débil: denunciar un fraude con tanta insistencia y rapidez denota muy poca confianza en la victoria y es una manera de reconocer la derrota.

Eso es lo que se desprendió de la comparecencia de Trump el pasado jueves, después de dos días desaparecido, en la que arremetió contra la democracia americana, el sistema electoral, su rival Joe Biden y quienes le daban por ganador, los poderes económicos, las multinacionales tecnológicas, los grandes medios de comunicación y las casas de encuestas, a las que acusó de equivocarse deliberadamente para perjudicarle. Dijo tantas barbaridades que tres cadenas de televisión cortaron la transmisión.

Cuatro días después de la jornada electoral, el mundo asistía atónito a un espectáculo lamentable --con un Trump patético pidiendo a la desesperada detener el escrutinio--, más propio de los países del cuarto trasero de la gran superpotencia en los que, sobre todo hace unos años, las elecciones acababan frecuentemente con denuncias de fraude o con fraudes de verdad. Al proclamarse, ayer, la victoria de Biden, Trump tampoco la aceptó y anunció acciones legales.

Pero hay otras características de las elecciones en Estados Unidos que lo acercan a las llamadas repúblicas bananeras. Es inconcebible, sobre todo visto desde Europa, que, en el país con la tecnología más avanzada, cuatro días después de cerrados los colegios electorales no se supiera quién era el ganador. Buena culpa de ello la tiene un sistema electoral más propio del siglo XIX, cuando había que esperar días o semanas para conocer el vencedor, que del siglo XXI.

La anomalía más destacada es la de la elección indirecta del presidente, mediante un colegio electoral de compromisarios elegidos en los estados de la Unión, que son los que al final designan al ganador cuando ha obtenido un mínimo de 270 votos electorales. Eso y la prima del voto rural, con un mínimo de tres votos electorales en estados que por población no los tendrían, provoca que pueda resultar elegido un candidato con menos votos populares que su rival. Es lo que ocurrió, por ejemplo, hace cuatro años, cuando Hillary Clinton superó a Trump en casi tres millones de votos, pero perdió la elección por un puñado de sufragios en los estados clave.

La otra anomalía es la infinidad de reglas distintas entre los estados al organizar la votación y el escrutinio. Un federalismo llevado al extremo determina que cada estado decida sobre la manera de votar y de contar los sufragios, lo que causa distorsiones, desigualdades y retrasos. Es lo que ha ocurrido en estas elecciones, en las que ha habido 100 millones de votos adelantados o por correo, de un total de 160 millones, que en unos estados se cuentan desde que se emiten, pero en otros hay que esperar a terminar el escrutinio de la jornada electoral. El resultado es un caos de normas y de pequeños detalles diferentes, lo que puede facilitar las irregularidades y las denuncias de fraude.

No tiene ningún sentido que la democracia del país más poderoso del mundo se rija por un sistema electoral obsoleto, irracional e injusto. La mayoría de la opinión pública está a favor de cambiarlo. Un 61% de los estadounidenses se mostraron a favor de eliminar el colegio electoral para pasar a la elección popular directa, según una encuesta de Gallup de septiembre. Pero mientras el 89% de los favorables al cambio eran votantes demócratas, los republicanos se quedaban solo en el 23%, porque prefieren mantener la prima del voto rural conservador en los estados menos poblados.

La polarización extrema a que llegado la democracia estadounidense, en gran parte debido a la política divisiva y sectaria de Trump, impide, sin embargo, que ni siquiera se plantee un cambio del sistema electoral. Guardando las distancias, es lo mismo que sucede en España, con una polarización que no tiene nada que envidiar a la norteamericana, donde es imposible plantearse una reforma de la Constitución o de leyes orgánicas importantes debido al enfrentamiento sin concesiones de los dos grandes partidos, PP y PSOE.   

 

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